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En un simposio reciente sobre “Conocimiento, educación y valores humanos”, organizado por la Universidad de Columbia, se dijo que el progreso tecnológico que ha transformado la vida del hombre sobre el planeta, ha dictado un proceso cognitivo, un conjunto de valores y, finalmente, una aproximación a la realidad, que han fragmentado el aprendizaje y generado un sistema económico, político y educativo que valora más las ganancias financieras que las contribuciones sociales y que favorece tanto la precisión matemática que ha dejado a un lado la introspección. Este modo de pensar, se dijo, domina la interacción social en todos los niveles. La situación, que afecta a la medicina, ha sido percibida tanto por algunos educadores médicos como por algunos científicos, como deshumanizadora. Una respuesta en la que unos y otros coinciden, es el renovado interés en la relación de las ciencias con la filosofía del hombre total.
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Siendo éstas las circunstancias, no es de extrañar que los médicos meditemos sobre los problemas que tan directamente nos incumben y dialoguemos con la filosofía, no con la filosofía como especulación, sino como reflexión ordenadora de la experiencia.
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Nadie pone en duda que la ciencia y la técnica dominan nuestra civilización. Aun las viejas humanidades, orgullosas de su autonomía y de su liga con la filosofía, han tomado de la ciencia sus métodos y su inclinación a la especialización. Así, artes liberales como el lenguaje y la historia se han fragmentado y se han transformado en asuntos de comunicación y de estudios sociales.
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La medicina es una pieza del mosaico y, no obstante sus admirables avances científicos y tecnológicos, muchos piensan que en lo que se refiere al cuidado de la salud, las cosas no han ido tan bien como parece. Los logros en la prevención y el tratamiento de las enfermedades que se iniciaron con los descubrimientos de Pasteur y de Koch al final del siglo XIX, hicieron pensar que todo lo demás sería fácil; pero en el resto de la medicina las cosas han mostrado ser mucho más complicadas y se duda que en el cuidado de la salud el camino seguido hasta ahora sea el más correcto.
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Se sugiere que algo anda mal en la medicina y que lo indicado es hacer un examen concienzudo de su filosofía subyacente: sus objetivos y sus estrategias. También el público ha advertido nuestro predicamento y demanda que pongamos en orden nuestra casa y respondamos a los desafíos; que examinemos qué es lo que falló en la medicina en ese tramo de su historia, cuándo dejó de ser una profesión profundamente ignorante y se convirtió en una tecnología basada en la ciencia.
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También se culpa a la burocratización de haber tenido efectos negativos en la medicina moderna. Se argumenta que la colectivización de la medicina ha generado una maquinaria burocrática impresionante, con la consecuencia de que el médico se ha visto despojado de su individualidad y, como no tiene posibilidad de influir en el funcionamiento de esa maquinaria, ha perdido interés en su trabajo y su sensibilidad en el trato con los enfermos se ha erosionado.
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Los médicos especialistas son objeto de críticas reiteradas. La principal es que, si bien al restringir su atención en forma exclusiva a un área muy limitada de la medicina se han tornado cada vez más competentes en el manejo técnico de ciertos problemas específicos, han perdido la visión del conjunto, y en su trabajo se les escapa el hecho fundamental de que en el organismo la totalidad preside el funcionamiento de las partes.
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En realidad, las críticas a la medicina y a los médicos se originan en fuentes diversas y apuntan en varias direcciones. No puede dudarse que en el seno mismo de la profesión hay un sentimiento de inconformidad que tiende a extenderse.
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Hace algunos años Ivan Illich causó conmoción con su obra polémica Nemesis Medica, que inicia diciendo: “La fascinación de los médicos con la tecnología tiene consecuencias deplorables para los enfermos, y la gente está descontenta con la influencia que los médicos tienen sobre sus vidas”. Con base en lo anterior, toma como objeto de sus ataques a los que identifica como reductos del poder profesional de los médicos.
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Argumenta Illich que la mejoría en la salud general de las poblaciones que la medicina exhibe con orgullo debe ser atribuida principalmente a factores extramédicos y que, en cambio, la medicina ha impuesto a la sociedad una tecnología muy costosa que está absorbiendo más y más recursos. Agrega que la profesión se ha vuelto inhumana e insensible y que sólo busca controlar y limitar a los hombres. Piensa que la situación tiende a deteriorarse y que muchos médicos no tienen ya ni simpatía ni compasión por los enfermos y que, como carecen de vocación, están obsesionados por el dinero. A su juicio, muchas innovaciones médicas no mejoran realmente la calidad de vida de los pacientes y muchos médicos manejan a sus enfermos como si fueran objetos y se interesan más por los análisis y los procedimientos que por la persona que está bajo su cuidado.
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Illich exagera, pero no obstante el sesgo de sus argumentos, sería insensato ignorar sus críticas, porque ni él ni otros que en algún grado comparten sus puntos de vista están de paso. Además, algunas de sus críticas dirigidas principalmente a la medicina privada e individualista contienen más que una partícula de verdad.
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Illich cumple una función semejante a la del teatro del absurdo, que nos irrita para conmover nuestra indiferencia y obligarnos a examinar nuestras creencias y suposiciones más fijas.
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Sin embargo, no basta con rebatir estas críticas y aducir cifras en apoyo de nuestros argumentos. Horrobin, quien rebate a Illich con éxito, reconoce entre otras cosas que si para evaluar los procedimientos quirúrgicos y las técnicas en el diagnóstico pusiéramos por lo menos el mismo empeño que ponemos para asegurarnos de que sólo fármacos efectivos y seguros alcancen el mercado, algunas operaciones quirúrgicas e innovaciones tecnológicas nunca se hubieran generalizado y sólo utilizaríamos las que aportan ventajas indudables a los enfermos. En su conjunto, dice, la medicina podría ser una operación más sencilla, pero más humana; sobre todo, la profesión de médico sería ejercida con vocación, que es lo que más se necesita.
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Un hecho que aun el examen más superficial pone al descubierto, pero que no ha sido tomado debidamente en cuenta, es que las acciones médicas rebasan continua-mente los límites convencionales de la ciencia y de la técnica, y que hay factores que juegan un papel importante en la salud y en la enfermedad a los cuales no se ha atribuido la importancia que tienen: factores psicológicos, éticos y sociales. En otras palabras, que la medicina es también, en su esencia, una ciencia centrada en la persona, es decir, una ciencia humana.
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Si aceptamos que la medicina está fallando, podemos pre-guntarnos: ¿cuál es la solución? En busca de ella, algunos educadores médicos y filósofos de la medicina han vuelto los ojos hacia los valores humanos.
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El término “humanismo”, que evoca imágenes que aluden al hombre como centro de interés y consideración, es ambiguo y se presta a varias interpretaciones. Las distintas versiones de humanismo se apoyan en consideraciones ya sea históricas, filosóficas o científicas.
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Conviene aclarar que el humanismo, más que una doctrina específica, es una corriente del pensamiento, una aproximación al hombre, en la cual se pone el acento en los valores que dimanan de su naturaleza: su igualdad fundamental, su individualidad, su dignidad y margen de su libertad.
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Quienes ven en el humanismo el remedio para evitar los excesos del tecnicismo, piensan que si los valores humanos fueran mejor comprendidos y aceptados por los médicos, éstos tendrían una actitud más crítica en el uso de los recursos técnicos y mayor sensibilidad para ver a sus enfermos como personas. El principio es que cada estado de enfermedad y cada decisión médica tienen un aspecto técnico y un aspecto ético y que ambos aspectos están estrechamente unidos, y ni uno ni otro pueden ser ignorados sin que esto tenga consecuencias.
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He de advertir que destacar la importancia de los valores en la medicina clínica no implica, como temen algunos, restar importancia a los aspectos técnicos. De hecho, puede sostenerse que el desgaste de la medicina en su dimensión humana no radica en la técnica, sino en el espíritu con que se le ha aplicado y en el hecho de que absorbe totalmente la atención de muchos médicos, quienes, como consecuencia, descuidan otros aspectos de sus enfermos. Se ha dicho con razón, que mientras avanzamos en lo técnico, lo humano, lo social y lo político nos rebasan.
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El concepto tradicional del humanismo en la medicina, el que ha privado hasta la mitad del siglo que transcurre, se fundó en la convicción de que si el médico es una persona versada en las humanidades: las lenguas, la literatura y la historia, adquiere por ello mayor comprensión de lo que es humano. Se ha llamado “humanista” al médico educado en las artes liberales, con talento para escribir con esmero, con elegancia, y capaz de incursionar con sensatez en el terreno de las ideas y de los problemas sociales. No puede dudarse que este humanismo tradicional es admirable y conserva su valor, aun cuando hay que reconocer que esta educación, que libera el espíritu y es tan deseable en los profesionistas, ni es accesible a la mayor parte de los médicos ni les hace necesariamente más comprensivos con sus enfermos.
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El ejemplo más completo de un médico humanista, en este sentido tradicional, fue sir William Osler, visto por muchos como el maestro más influyente en la medicina norteamericana. Al nominarlo para la presidencia de la Asociación Clásica, Gilbert Murray dijo acerca de Osler, “representa un tipo de cultura que nuestra Asociación no desea ver desaparecer de este mundo, la de un hombre que, si bien se dedica a su ciencia especial, conserva, sin embargo, una base amplia de interés en todas las clases de letras”. Osler fue esencialmente el modelo del médico como hombre cultivado y educado. En él se combinaron en forma soberbia, talentos clínicos, perspectiva científica, preocupación por lo humano y, además, capacidad de alcanzar la excelencia en esas habilidades a las que tradicionalmente se ha identificado con la educación liberal: la habilidad de pensar, escribir y hablar con claridad; tener gusto, ser persuasivo y tener sensibilidad moral.
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Cierta familiaridad con la literatura, el arte, la sociología y la historia de las ideas, enriquece y distingue al médico educado de aquel que solamente está adiestrado. Es un hecho que la persona cultivada puede abarcar un panorama más rico y tener más elementos para pensar y reflexionar críticamente. Sin embargo, ser educada no hace necesariamente más considerada y compasiva a una persona. Tal vez es esperar demasiado si se piensa que la educación liberal por sí misma da al médico un sentido de los valores implicados en su profesión y lo hace más humano en el trato con sus pacientes.
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Hay otro concepto de humanismo que se abre paso en el campo de la ciencia, y particularmente en el de la psicología y la medicina. Se nutre del conocimiento no de lo que el hombre hace, sino de lo que el hombre es, de las características que tiene como propias. Este humanismo es compatible con la ciencia y se nutre de ella.
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Según Ashby, una imagen del hombre que hace justicia a la condición humana en la edad tecnológica se construye con datos de la biología, la psicología, la ética axiológica y la historia. Una ilustración de este punto de vista es la teoría general de los sistemas, propuesta por el biólogo von Bertalanfy, que aporta un marco antropológico adecuado para la integración de datos dispersos en términos de la totalidad.
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Lo esencial es el concepto de hombre que se sitúa en el centro del saber y del quehacer médico. El médico de convicción humanística reconoce que las acciones médicas rebasan reiteradamente los límites convencionales de las ciencias biológicas y de la técnica; que la medicina es en buena parte, una ciencia humana y que los aspectos subjetivos e interpersonales de la salud y de las enfermedades son reales, son importantes, pueden examinarse con rigor crítico y no necesitan ser relegados al arte médico, que de todos modos los complementa.
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Varias son las consecuencias que el enfoque humanístico tiene en la enseñanza y en la práctica de la medicina. Aspectos que no obstante su relación estrecha e importante con la salud, la enfermedad y el bienestar, se habían dejado a un lado, y ahora pasan a ocupar su lugar: el papel de los eventos de la vida y de los conflictos humanos en la iniciación, curso y desenlace de los procesos patológicos; la alianza del médico con el enfermo, sin duda el más antiguo de los ingredientes terapéuticos; la naturaleza y el alcance curativo de las influencias psicológicas, el significado de la fe, la esperanza, el sufrimiento y la confrontación con la muerte; los recursos que se ponen en juego para contender con adversidades y contradicciones internas, etc., son algunos de los fenómenos que son abordados en forma científicamente válida.
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Otras consecuencias del enfoque humanístico en la práctica de la medicina son los valores a los cuales se asigna un papel central. Esto es importante porque el que los médicos se adhieran a los principios éticos tradicionales ya no es suficiente y, por otra parte, sus valores personales pueden discrepar en forma importante de los valores de sus enfermos y de la sociedad. Por ejemplo: los puntos de vista de un médico sobre la vida, la muerte, el sexo, el consumo de alcohol, el sufrimiento, la pobreza, etc., pueden diferir sustancialmente de los de otros médicos y de los de sus pacientes. Lo importante es que desde una posición humanística se reconoce la necesidad de examinar a fondo los conflictos de valores implicados en las decisiones médicas; no sólo los del bien y el mal, sino los más atormentadores del bien y el bien.
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Las obligaciones que el médico tiene para con sus pacientes no se derivan de la ideología, la historia o la sociología de la profesión, ni deben estar influidas por el hecho de que la retribución del médico por sus servicios sea directa o indirecta. Se derivan del impacto de la enfermedad sobre la condición humana; la vulnerabilidad de la persona enferma y su necesidad de ser amparada, y de la naturaleza intrínseca de su relación con el médico. A nuestro juicio, la base más auténtica y objetiva de la ética profesional es esta situación y estas obligaciones, que trascienden cualquier derecho o privilegio que los médicos podamos tener.
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Ciertamente, la idea del humanismo médico se encuentra ya expresada en el Juramento y en otros libros del Corpus hipocrático, pero estas formulaciones tradicionales y otras que se derivan de ellas son insuficientes y no embonan con el concepto moderno de la salud y de la enfermedad, ni los conflictos de valores implicados en las complejas decisiones que en la práctica de la medicina actual tienen que ser confrontados.
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Una consecuencia más del enfoque humanístico en la medicina es el papel activo que se asigna al paciente en su relación con el médico. En efecto, el principio tradicional de la sumisión del enfermo a la autoridad irrestricta del médico tiende a ser sustituido por el principio de que en cada acción médica, las opiniones y los valores del enfermo han de ser realmente tomados en cuenta. En la literatura médica reciente, ambas opciones, la tradicional y la nueva, han sido muy debatidas. El principio de la autonomía puede definirse en los mismos términos en que lo definió John Stuart Mill: “sobre sí mismo, su cuerpo y su mente, el individuo es soberano”. Este principio de autodeterminación llevado al extremo es inaceptable para muchos enfermos, quienes no desean asumir responsabilidad en decisiones importantes relativas a su salud, ni por muchos médicos, quienes piensan que siendo ellos, los médicos, quienes tienen los conocimientos y la experiencia necesarios para tomar las decisiones, su autoridad no debe ser discutida. Es claro que el asunto es más sutil de lo que parece y que estamos ante una reacción dialéctica al autoritarismo de los médicos en el pasado.
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Del humanismo médico brota también el ideal moderno de salud para todos, materializado en la estrategia de Alma-Ata. Del humanismo y de la reflexión de los médicos de cara al bien común. Ciertamente, son decisiones legales y políticas las que harán posible que los hombres alcancen el bienestar al que son acreedores por el hecho de ser hombres, pero es necesario que nuestros valores médicos esencialmente individualistas adquieran una nueva dimensión social.
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La concepción de la medicina que propone como meta principal llevar la salud a los pobres, contrasta con el hecho de que la atención privada se desenvuelve en el medio de una cultura mercantilista. Ciertamente, ningún médico se ha enriquecido con la medicina preventiva, y en cambio ésta exige que los médicos creamos en la supremacía de los valores que se asientan en la solidaridad humana. Es claro que esa postura no necesariamente está reñida, como algunos suponen, con la búsqueda de la excelencia y la contribución al conocimiento, pero requiere una transformación profunda de nuestras conciencias.
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Muchos médicos se resisten a las nuevas corrientes en la medicina porque tropiezan con sus creencias y actitudes arraigadas en una ética individualista estrecha.
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¿Hay contradicción entre los deberes del médico con sus enfermos como individuos y sus deberes con la sociedad? Pensamos que en esencia no la hay y que, de hecho, la ética médica social es solamente el otro rostro del humanismo en la medicina.
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El desafío de la salud es un aspecto de la construcción de una sociedad sana, que haga posible que el mayor número de hombres encuentren condiciones que propicien la actualización de sus potencialidades para la vida. El progreso será solamente un espejismo, si conforme avanza, no se generan y se activan los mecanismos que aseguren a cada individuo un nivel de vida aceptable: alimentación adecuada, vivienda higiénica, saneamiento ambiental, educación y acceso a la cultura. Este panorama muestra cuán largo es el camino que nos queda por recorrer, pero al menos conocemos los obs-táculos: la ignorancia, los prejuicios y la apatía.
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En el año de 1958, cuando Raúl Fournier fungía como director de la Facultad de Medicina de la UNAM, se llevó a cabo una reforma en la enseñanza de la medicina. Un aspecto de esta reforma fue hacer explícito el criterio de que el humanismo ha de ser una de las metas generales de la educación del médico. Se plantearon entonces las preguntas: ¿cómo instilar esa dimensión humana en su formación? y ¿cómo proporcionar a nuestros estudiantes una dieta balanceada de ciencia y humanismo?
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La tarea no parecía sencilla, puesto que no sólo se trataba de transmitir conocimientos, sino de generar actitudes. La formación del médico estaba entonces —como lo sigue estando— sobrecargada de datos científicos y tecnológicos y a la luz de las apremiantes necesidades prácticas, la orientación humanística parecía algo dispensable y anacrónico.
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Nuestro argumento fue que la limitación a lo supuestamente práctico en el adiestramiento de los médicos trae consigo su empobrecimiento intelectual, el estrechamiento de su sentido moral y, a la larga, la pérdida de su sensibilidad y de su capacidad de reflexión, y que si el humanismo en la medicina es algo más que una mera declaración, tiene implicaciones importantes en su enseñanza, en su ejercicio y en la investigación, porque en último término, la imagen que se tiene del hombre determina la clase de medicina que se practica.
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Sin restar importancia al papel que en la formación humanística del médico tienen el estudio de la historia de la medicina y la filosofía moral, nuestro criterio fue, y sigue siendo, que la psicología médica orientada al estudio de la persona total, es el instrumento insustituible en la formación humanística del médico.
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Para terminar diré que nunca en su historia tuvo la medicina, como tiene hoy en día, tanta necesidad de examinar críticamente sus metas y sus normas para conciliar los avances de la técnica con las necesidades del hombre y de la sociedad.