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Un hospital, además de un centro asistencial, es una organización que utiliza un enorme volumen de recursos, y esta es una realidad normalmente desconocida por la sociedad. Es difícil encontrar a profesionales de fuera del mundo sanitario que no expresen asombro o perplejidad al conocer cuál es el gasto anual de un hospital. Cada uno de ellos suele ser la mayor empresa de su ciudad, e incluso de su comunidad autónoma. Un gran centro de referencia regional requiere una plantilla de más de 4.000 personas, y consume por encima de los 300 millones de euros anuales. Son cifras que hacen perder el sueño a la mayoría de los consejeros de hacienda de las comunidades autónomas españolas. Además, con sendas de crecimiento en el gasto altísimas en los últimos diez años.
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En el ámbito público, y en realidades de crecimiento moderado o negativo de la economía, no es posible mantener tasas de crecimiento en el tiempo como las que hemos vivido. Hoy más que nunca resulta crítico prever y controlar el gasto, detectar ineficiencias, y establecer mecanismos que nos ayuden a emplear los recursos sanitarios, escasos por naturaleza, en el lugar donde mayor impacto puedan ofrecer respecto a la salud de los ciudadanos.
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A lo largo de este capítulo vamos a centrarnos principalmente en este problema: conocer en qué se asignan los recursos en un hospital, y en su siguiente derivada, establecer mecanismos eficaces para controlar el volumen de gasto generado y para orientar el uso de los recursos hacia sus destinos más eficaces. Vamos a hablar de presupuestos, de control de gestión y de cómo la gestión de los recursos encaja perfectamente en la ética de las profesiones sanitarias.
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Hace pocos años, este capítulo podía resultar incluso atrevido. ¿Cómo hablar de dinero en un espacio tan sagrado como la asistencia sanitaria? ¿Es que alguien quiere hacernos creer que debemos anteponer la lógica de los recursos a la lógica de la asistencia? Hoy por suerte la discusión no sería tan agria, pero no es menos necesario hacer esta reflexión. Lo podemos hacer con varios ejemplos.
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El primero es fácil. Imaginemos dos alternativas de tratamiento para un paciente. La primera, que llamaremos alternativa A, cuesta 50 euros por paciente y la segunda, la alternativa B, 80. No hay ninguna evidencia científica que apoye que la primera sea superior a la segunda. Parece que no hay ninguna duda de que la organización sanitaria debe establecer mecanismos para evitar el despilfarro que supondría utilizar la segunda alternativa.
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Un segundo caso sería el de que la alternativa B beneficiara solo a una parte de los pacientes de una determinada enfermedad, y fuera equivalente a ...