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Cambios en el eje hipotálamo-hipófisis-ovario
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Durante la vida fértil de una mujer, se libera hormona liberadora de gonadotropinas (GnRH, gonadotropin-releasing hormone) de manera pulsátil en el núcleo arqueado de la porción media basal del hipotálamo. Esta sustancia se une a los receptores de GnRH ubicados en los gonadotropos hipofisiarios para estimular la liberación cíclica de hormona luteinizante (LH) y la FSH. A su vez, estas gonadotropinas estimulan la producción de esteroides ováricos: estrógenos y progesterona además de inhibina. Durante esta etapa, dichas hormonas ejercen una retroalimentación positiva y negativa en la producción hipofisiaria de gonadotropinas y en la amplitud y la frecuencia de liberación de GnRH. La inhibina se genera en las células de la granulosa y ejerce una influencia importante de retroalimentación negativa sobre la secreción de FSH en la hipófisis. Este sistema endocrino estricto origina ciclos menstruales ovulatorios que son regulares y predecibles.
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La transición entre ciclos ovulatorios y menopausia suele comenzar a finales de los 40 años y al principio de la transición menopáusica (estadio –2). Las concentraciones de FSH se incrementan levemente y ocasionan una respuesta folicular ovárica aumentada. Esto genera concentraciones elevadas de estrógenos de manera global (Jain, 2005; Klein, 1996). El aumento de las concentraciones de FSH se atribuye a una disminución en la secreción ovárica de inhibina, más que a una disminución en la producción de estradiol. Como se describió antes, la inhibina regula la FSH a través de retroalimentación negativa por lo cual las concentraciones disminuidas de inhibina ocasionan concentraciones elevadas de FSH. En perimenopáusicas, la producción de estradiol fluctúa con estas concentraciones cambiantes de FSH y pueden alcanzar valores mayores que los observados en mujeres <35 años de vida. Las concentraciones de estradiol casi nunca se reducen de forma importante hasta tarde en la transición menopáusica. A pesar de continuar con ciclos menstruales regulares, las concentraciones de progesterona durante la transición de la menopausia temprana son menores que en mujeres de edad reproductiva media (Santoro, 2004). Las concentraciones de testosterona no varían de manera importante durante la transición menopáusica.
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En la transición menopáusica tardía, las mujeres presentan foliculogénesis alterada y una incidencia aumentada de anovulación comparada con aquellas en edad reproductiva media. También, durante esta etapa, los folículos ováricos presentan una tasa acelerada de pérdida hasta que por último se agota el suministro de folículos. Estos cambios, incluido el aumento en las concentraciones de FSH, reflejan la calidad y la capacidad disminuidas de los folículos avejentados para secretar inhibina (Reyes, 1977; Santoro, 1996).
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La hormona antimülleriana (AMH, anti-müllerian hormone) es una glucoproteína secretada por las células de la granulosa de los folículos secundarios y preantrales. Las concentraciones circulantes permanecen relativamente estables a través del ciclo menstrual en mujeres en edad reproductiva y se correlacionan con el número de folículos antrales tempranos. De esta manera, los datos sugieren que se puede utilizar la AMH como un marcador de reserva ovárica (Kwee, 2008; La Marca, 2010). Las concentraciones de AMH disminuyen de forma marcada y progresiva a través de la transición menopáusica (Hale, 2007).
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Con la insuficiencia ovárica en la menopausia (etapa +1b), cesa la liberación de hormonas esteroideas ováricas y se abre el asa de retroalimentación negativa. Posteriormente, la GnRH es liberada a su máxima frecuencia y amplitud. Como resultado, las concentraciones circulantes de FSH y LH aumentan hasta cuatro veces más que las observadas en los años reproductivos (Klein, 1996).
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Entre estos cambios hormonales dentro del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, pocos muestran una variación lo suficientemente distinta para ser utilizada como marcador en suero de la transición menopáusica. Como se describe más adelante, el diagnóstico de la transición menopáusica se basa principalmente en la información de los antecedentes. En la posmenopausia, sin embargo, debido al incremento marcado recién descrito en las concentraciones de FSH, esta hormona gonadotrópica se convierte en un marcador confiable.
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La senectud ovárica es un proceso que en realidad comienza dentro del útero en el ovario embrionario por atresia programada de ovocitos (fig. 14-1, pág. 383). A partir del nacimiento, se activan, de manera continua, folículos primordiales que maduran de forma parcial y luego sufren regresión. Esta activación folicular continúa en un patrón constante que es independiente del estímulo hipofisiario.
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Sin embargo, la evidencia sugiere que esta activación regular de los folículos está acelerada durante la vida reproductiva tardía. Una depleción más rápida de los folículos ováricos inicia a finales de los 30 años de vida y a comienzos de los 40 y continúa hasta un punto en el cual el ovario menopáusico se encuentra virtualmente desprovisto de folículos (figs. 21-2 y 21-3). Por ejemplo, Richardson et al. (1987) realizaron un estudio histológico cuantitativo del endometrio y de los ovarios de 17 mujeres de 44 a 55 años de edad que estaban en la transición menopáusica. Éstos se asociaron con una sola cuantificación hormonal y con el antecedente reproductivo de cada una de estas mujeres que posteriormente se sometieron a ooferectomía e histerectomía por leiomiomas uterinos o menorragia. Las seis mujeres que notificaron ciclos regulares tuvieron un promedio de 1 700 folículos en el ovario seleccionado comparados con un promedio de 180 folículos en los ovarios de aquellas que informaron ciclos irregulares.
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En promedio, las mujeres pueden experimentar ~400 episodios ovulatorios durante su tiempo de vida reproductiva. Esta cifra representa un pequeño porcentaje de los 6 a 7 millones de ovocitos que existen a las 20 semanas de la gestación o incluso de los 400 000 ovocitos que se encuentran al nacimiento. El acontecimiento principal que provoca la pérdida final de actividad ovárica y la menopausia es la atresia del grupo no dominante de folículos, que en gran parte es independiente del ciclo menstrual.
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Cambios en las concentraciones de esteroides suprarrenales
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El sulfato de dehidroepiandrosterona (DHEAS, dehydroepiandrosterone sulfate) se biosintetiza casi de manera exclusiva en la glándula suprarrenal. Con la edad, hay disminución en la producción suprarrenal de DHEAS. Labrie (1997) y Burger et al. (2000) estudiaron la concentración de hormonas suprarrenales en las mujeres maduras. Encontraron que, en mujeres entre 20 y 30 años de edad, la concentración de DHEAS alcanza su punto máximo, con un promedio 6.2 micromoles y luego desciende de forma uniforme. En las mujeres entre 70 y 80 años de edad, la concentración de DHEAS disminuye 74% hasta alcanzar 1.6 micromoles. Otras hormonas suprarrenales también merman con la edad. La androstenediona alcanza su punto máximo entre los 20 a 30 años de vida y luego se reduce hasta llegar a 62% de este pico entre los 50 y los 60 años. La pregnenolona disminuye 45% de la vida fértil a la menopausia. Durante la vida reproductiva, el ovario contribuye a la producción de dichas hormonas, pero después de la menopausia éstas sólo se sintetizan en la glándula suprarrenal.
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Burger et al. (2000) estudiaron de manera prospectiva a 172 mujeres durante la transición menopáusica como parte del MelbourneWomen’s Midlife Health Project. Al analizar de modo longitudinal la concentración de estas hormonas, no encontraron relación entre la última menstruación y el descenso del DHEAS. La edad avanzada, no obstante el tiempo de la menopausia, es la que define el decremento del DHEAS.
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Cambios en concentraciones de globulina transportadora de hormonas sexuales
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Los principales esteroides sexuales, estradiol y testosterona, circulan en la sangre unidos a una glucoproteína que se produce en el hígado y se conoce como globulina transportadora de hormonas sexuales (SHBG, sex-hormone binding globulin). La producción de SHBG disminuye después de la menopausia y se incrementa la concentración de estrógenos y testosterona libre.
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Cambios en el endometrio
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Los cambios microscópicos del endometrio manifiestan de forma directa la concentración de estrógenos y progesterona, y cambian de manera notable según la fase de la transición menopáusica. Al inicio de dicha transición, el endometrio refleja los ciclos ovulatorios, que son los que predominan durante esta época. Al final de la transición menopáusica, por lo regular hay anovulación y el endometrio muestra los efectos estrogénicos a falta de oposición progestacional. Por tanto, es frecuente observar cambios proliferativos o proliferativos desordenados en el análisis histopatológico de las biopsias endometriales. Después de la menopausia, el endometrio se atrofia por falta de estimulación estrogénica (fig. 21-4).
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Trastornos menstruales
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El sangrado uterino anormal es común durante la transición menopáusica. Treloar et al. (1981) encontraron que las menstruaciones fueron irregulares en más de 50% de todas las mujeres estudiadas durante la transición menopáusica. Debido a que el intervalo de tiempo alrededor de la menopausia está caracterizado por concentraciones de estradiol relativamente altas y acíclicas, con una producción de progesterona disminuida de manera relativa, las mujeres en la transición menopáusica están en mayor riesgo de generar hiperplasia o carcinoma endometrial. Sin embargo, en todas las pacientes, sin importar el estado menopáusico, se debe buscar la causa de cualquier hemorragia anormal (cap. 8, pág. 223). La causa más común de hemorragia anormal durante la transición es la anovulación, si bien se debe descartar la posibilidad de hiperplasia endometrial y carcinoma, neoplasias dependientes de estrógenos, como pólipos endometriales y leiomiomas uterinos y embarazo.
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En mujeres en la transición menopáusica, con hemorragia uterina anormal, es necesario sospechar cáncer endometrial. La frecuencia global de este trastorno es de ∼0.1% de mujeres en este grupo de edad por año, pero en aquellas con hemorragia uterina anormal, el riesgo aumenta a 10% (Lidor, 1986). Los precursores malignos de cáncer endometrial, como la hiperplasia endometrial compleja, son más habituales durante la transición menopáusica. La hiperplasia y la neoplasia endometriales se diagnostican de modo tradicional por valoraciones histológicas de muestras endometriales. Por consiguiente, el muestreo del endometrio es parte importante de la valoración de la hemorragia anormal.
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Durante ese lapso, la principal preocupación es la neoplasia endometrial, pero a menudo la biopsia endometrial revela un endometrio no neoplásico que muestra los efectos estrogénicos sin la oposición de la progesterona. En premenopáusicas, este fenómeno es resultado de la anovulación. En posmenopáusicas, los estrógenos sin oposición derivan de la producción endógena extragonadal de estrógenos, resultado de la mayor aromatización de los andrógenos para formar estrógenos a causa de obesidad. Además, la concentración reducida de SHBG provoca mayor concentración de estrógenos libres y, por lo tanto, biodisponibles (Moen, 2004). Estos efectos en posmenopáusicas también pueden ser provocados por la administración de estrógenos sin oposición.
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Valoración del sangrado anormal
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Ecografía. La valoración del endometrio a través de ecografía transvaginal es hoy día el método de imagen de elección en la valoración diagnóstica del sangrado uterino anormal. En posmenopáusicas, un espesor endometrial ≤4 mm tiene 99% de valor predictivo negativo para excluir carcinoma endometrial. Un grosor >4 mm es un dato inespecífico (American College of Obstetricians and Gynecologists, 2009). La biopsia endometrial se recomienda en cualquier mujer posmenopáusica con sangrado anormal y un espesor endometrial >4 mm.
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En premenopáusicas, no existe evidencia de la aplicación de este criterio. Sin embargo, una biopsia está indicada de manera característica en premenopáusicas ≥35 años. Además, en mujeres menores de 35 años de vida es prudente una biopsia, aun si el grosor endometrial es “normal” (de 4 a 10 mm), si los antecedentes sugieren exposición a estrógenos a largo plazo sin oposición.
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La ecografía con infusión salina (SIS, saline infusion sonography) mejora la caracterización del espesor endometrial y la detección y la descripción de las lesiones endometriales. Mas aún, Moschos et al. destacaron la utilidad del SIS-EMB. Con ésta, es posible efectuar biopsia de las áreas focales del endometrio con una cánula de Pipelle endometrial bajo guía ecográfica durante la SIS (fig. 2-15, pág. 41).
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Biopsia endometrial. Los pasos para el diagnóstico de una mujer en transición menopáusica con hemorragia anormal han cambiado desde la dilatación y el legrado (D&C, dilatation and curettage) realizadas en el quirófano utilizado en el último siglo, hasta el legrado por aspiración extrahospitalaria y, finalmente, hasta la obtención de muestra endometrial con una sonda flexible de plástico (fig. 8-6, pág. 224) (Stovall, 1991; Goldstein, 2010). De manera importante, aunque el riesgo de embarazo está disminuido durante la transición menopáusica, debe de excluirse el embarazo previo a la biopsia uterina.
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Es imposible estudiar de manera adecuada <10% de las posmenopáusicas por medio de una biopsia de consultorio. La razón más frecuente es la incapacidad para penetrar en la cavidad uterina. En tales circunstancias, quizá sea útil el pretratamiento con el análogo de prostaglandina E1, misoprostol, 200 o 400 μg por vía vaginal o 400 μg por vía oral la noche previa a la biopsia. El misoprostol ablanda el cuello uterino y típicamente permite el paso de una cánula de Pipelle a través de un orificio estenótico. Esto puede evitar la necesidad de una dilatación forzada en el consultorio o de D&C en el quirófano. Los efectos adversos del misoprostol pueden incluir náusea, diarrea, así como calambres y sangrado uterinos.
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Si un muestreo adecuado con cánula de Pipelle es imposible y la valoración endometrial histológica está indicada, entonces se puede llevar a cabo D&C extrahospitalaria (Sección 41-15, pág. 1057). En muchos casos, la D&C puede acoplarse con la histeroscopia, que añade precisión a la identificación de las lesiones focales.
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Histeroscopia. La histeroscopia también es útil para valorar la hemorragia uterina anormal. Permite observar lesiones intrauterinas focales y tomar una muestra dirigida para biopsia de lesiones específicas como leiomiomas submucosos, pólipos endometriales o áreas focales de hiperplasia o cáncer endometrial (Sección 42-13, pág. 1151). Las pacientes con un orificio cervical estenótico en quienes es imposible realizar una biopsia endometrial en el consultorio, pueden ser pretratadas con misoprostol, como se describió antes, para facilitar la dilatación cervical y ayudar a disminuir los riesgos de perforación uterina durante la histeroscopia.
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A finales del decenio de los 40 años de edad, muchas mujeres no se consideran a sí mismas fértiles. Como consecuencia, muchas dejarán de utilizar anticoncepción, pero tendrán ciclos ovulatorios ocasionales. De todos los embarazos que ocurren en este grupo de edad y en mujeres ≥40 años de vida, más de 33% no es planeado (Finer, 2006). De manera importante, el embarazo con edad materna avanzada conlleva un riesgo aumentado de morbilidad y mortalidad relacionadas con el embarazo. Deben de considerarse varios puntos al seleccionar la anticoncepción adecuada para estas mujeres. Primero, como se describe más adelante, las posmenopáusicas muestran una tasa aumentada de pérdida ósea comparada con mujeres en edad reproductiva. Por tanto, el acetato de medroxiprogesterona de depósito (DMPA, depot medroxyprogesterone acetate), que está asociado con pérdida de la densidad ósea con su uso prolongado, quizá no sea la elección de primera línea para algunas mujeres en transición menopáusica. Sin embargo, el American College of Obstetricians and Gynecologists (2008) ha concluido que la preocupación por la pérdida de la densidad ósea no debe de prevenir o limitar el uso de este método anticonceptivo (cap. 5, pág. 158).
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Además de los cambios fisiológicos normales de la transición menopáusica, las mujeres en este grupo pueden tener problemas médicos coexistentes que excluyen el uso de ciertos métodos anticonceptivos. Por estas razones, los Centers for Disease Control and Prevention (2010) han creado lineamientos para ayudar a la selección segura de la anticoncepción para mujeres con ciertas situaciones de salud. Estos criterios de elegibilidad médica de Estados Unidos se encuentran disponibles en línea en: http://www.cdc.gov/mmwr/pdf/rr/rr59e0528.pdf. Por último, los síntomas relacionados con cambios fisiológicos de la transición menopáusica, como los bochornos, pueden estar presentes en este grupo y pueden mejorar con métodos hormonales.
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La anticoncepción se puede interrumpir en todas las mujeres a la edad de 55 años. No se ha notificado ningún embarazo espontáneo por arriba de esa edad. Algunas mujeres pueden tener aún sangrados menstruales más allá de esta edad, sin embargo, la ovulación es en extremo rara y cualquier ovocito quizás es de mala calidad y es inviable (Gebbie, 2010).
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La concepción puede ser difícil para las mujeres que entran en la transición menopáusica. Para las que desean el embarazo, la valoración de la fertilidad con frecuencia es apresurada. Además, el tratamiento de infecundidad tal vez requiera técnicas de reproducción asistida, descritas en el capítulo 20 (pág. 529). La edad materna avanzada durante el embarazo se asocia con riesgos aumentados. Entre otros, éstos incluyen aborto, alteraciones cromosómicas, parto por cesárea, diabetes gestacional, hipertensión inducida por el embarazo y mortinatos (Montan, 2007; Schoen, 2009). Como consecuencia, las mujeres que desean concebir se benefician de la asesoría sobre estos riesgos.
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Cambios en la termorregulación central
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De los muchos síntomas de la menopausia que pueden afectar la calidad de vida, los más comunes son los síntomas relacionados con la termorregulación. Estos síntomas vasomotores pueden ser descritos como bochornos, sofocos y diaforesis nocturna. Kronenberg (1990) tabuló todos los estudios epidemiológicos publicados y observó que entre 11 y 60% de las mujeres que menstruan, manifiesta síntomas vasomotores durante la transición menopáusica. En el Massachusetts Women’s Health Study, la frecuencia de bochornos aumentó de 10%, durante el periodo premenopáusico, a cerca de 50% después de la interrupción de la menstruación (McKinlay, 1992). Los bochornos empiezan alrededor de dos años antes de la fecha de última menstruación y 85% de las mujeres que los experimenta sigue padeciéndolos durante más de un año. De hecho, entre 25 y 50% manifestó bochornos durante cinco años y 15% durante >15 años (Kronenberg, 1990). Los estudios longitudinales han mostrado que los bochornos están vinculados con bajos niveles de ejercicio, tabaquismo, altas concentraciones de FSH y bajas concentraciones de estradiol, aumento de la masa corporal, grupo étnico, estado socieconómico y antecedente de trastorno disfórico premenstrual (PMD, premenstrual dysphoric disorder) o depresión (Gold, 2006; Guthrie, 2005).
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Los cambios termorreguladores y cardiovasculares que acompañan al bochorno se han estudiado bien. Cada bochorno tiene una duración de 1 a 5 min y la temperatura de la piel se eleva por vasodilatación periférica (Kronenberg, 1990). Este cambio es más acentuado en los dedos de las manos y los pies, donde la temperatura se incrementa 10 a 15°C. La mayoría de las mujeres percibe una onda repentina de calor que se extiende por todo el cuerpo, en especial en la parte superior y la cara. La diaforesis comienza principalmente en la parte superior del cuerpo y corresponde al momento en que aumenta la conductancia cutánea (fig. 21-5); ésta se observa en 90% de los bochornos (Freedman, 2001).
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Los bochornos se acompañan también de elevación de la presión sistólica tanto durante la vigilia como durante el sueño (Gerber, 2007). Además, la frecuencia cardiaca aumenta entre 7 y 15 latidos por minuto más o menos al mismo tiempo que la vasodilatación periférica y la diaforesis. Tanto la frecuencia cardiaca como el riego cutáneo alcanzan su punto máximo en los primeros 3 min de iniciado el bochorno. Al mismo tiempo que se incrementan la diaforesis y la vasodilatación periférica, lo hace el metabolismo de forma considerable. En ocasiones, también se observan palpitaciones, ansiedad, irritabilidad y pánico.
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Entre 5 y 9 min después de iniciado el bochorno, la temperatura central desciende de 0.1 a 0.9°C gracias a que se pierde calor con la transpiración y la vasodilatación periférica (Molnar, 1981). Si la pérdida de calor y la diaforesis son considerables, las mujeres sienten escalofríos. La temperatura de la piel se normaliza de forma gradual, pero algunas veces tarda 30 min o más.
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Fisiopatología de los síntomas vasomotores
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No obstante la prevalencia y el efecto de los bochornos, todavía no se conoce bien la fisiopatología de los síntomas vasomotores (Bachmann, 2005). Quizá cierta disfunción de los centros termoreguladores centrales del hipotálamo provoca este síntoma tan común. El área preóptica medial del hipotálamo contiene al núcleo termorregulador encargado de la transpiración y la vasodilatación, que constituyen los mecanismos principales para perder calor en el ser humano. Si se expone a cambios en la temperatura, este núcleo activa tales mecanismos para disipar el calor. De esta manera se mantiene la temperatura central dentro de ciertos límites, llamada zona termorreguladora.
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Estrógenos. Los estrógenos tienen una función muy importante en los bochornos (fig. 21-6). Pese a que no existe una correlación clara entre ambos, se sospecha de supresión o fluctuaciones rápidas en la concentración de dichas hormonas en lugar de una concentración reducida (Erlik, 1982; Overlie, 2002). Esta hipótesis se sustenta en el hecho de que una mujer con disgenesia gonadal (síndrome de Turner), que carece de una concentración normal de estrógenos, no padece bochornos hasta que tiene contacto por primera vez con los estrógenos y luego se le retiran.
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Neurotransmisores. La supresión de estrógenos participa claramente en los bochornos, pero la investigación más reciente demuestra que también intervienen otros factores (Bachmann, 2005). Por ejemplo, Freedman et al. (1998, 2001) establecieron la hipótesis de que quizá ciertos cambios en la concentración de neurotransmisores contribuyen a los bochornos. Estas concentraciones alteradas de neurotransmisores crean una nueva zona termorreguladora estrecha y reducen el umbral diaforético. Así, incluso un cambio sutil en la temperatura central desencadena los mecanismos para perder calor. Los cambios en las concentraciones de endorfinas β y otros neurotransmisores afectan el centro termorregulador en el hipotálamo y hacen a algunas mujeres más propensas a los bochornos (Pinkerton, 2009).
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Noradrenalina. Se cree que ésta es el neurotransmisor principal para reducir el punto termorregulador y desencadenar los mecanismos para perder calor que acompaña a los bochornos (Rapkin, 2007). Antes y después de un bochorno, se eleva la concentración plasmática de los metabolitos de la noradrenalina. Además, en varios estudios se ha demostrado que las inyecciones de noradrenalina aumentan la temperatura central e inducen una respuesta para perder calor (Freedman, 1990). Por el contrario, los fármacos que disminuyen la concentración de noradrenalina reducen los síntomas vasomotores (Laufer, 1982).
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Se sabe que los estrógenos modulan a los receptores adrenérgicos en numerosos tejidos. Freedman et al. (2001) observaron que los receptores adrenérgicos α2 hipotalámicos disminuyen con el descenso de los estrógenos por la menopausia; demostraron que la disminución de los receptores adrenérgicos α2 presinápticos provoca elevación de la noradrenalina, lo cual genera de esta manera síntomas vasomotores.
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Serotonina. También es conocida como 5-hidroxitriptamina (5-HT, 5-hydroxytryptamine); la serotonina es otro neurotransmisor que tal vez participa en la fisiopatología de los bochornos (Slopien, 2003). Las fluctuaciones en las concentraciones de estrógenos pueden aumentar la sensibilidad del receptor hipotalámico 5-HT2A a la serotonina. De manera específica, el retiro de estrógenos se acompaña de un decremento de la concentración de serotonina en sangre, seguido de aumento de los receptores de serotonina en el hipotálamo. Se demostró que la activación de ciertos receptores serotoninérgicos media la pérdida de calor (Gonzales, 1993). Sin embargo, la participación de la serotonina en las vías reguladoras centrales es compleja puesto que la unión en ciertos receptores serotoninérgicos causa retroalimentación negativa sobre otros tipos de receptores serotoninérgicos (Bachmann, 2005). Por consiguiente, el efecto de un cambio en la actividad de la serotonina depende del tipo de receptor activado.
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En resumen, estos y otros estudios sugieren que la reducción y los cambios importantes en las concentraciones de estradiol provocan disminución de los receptores adrenérgicos α2 presinápticos y aumento en la liberación de noradrenalina y serotonina hipotalámicas. La noradrenalina y la serotonina reducen el punto de programación del núcleo termorregulador y desencadenan los mecanismos para perder calor al provocar cambios leves en la temperatura central del cuerpo.
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Sueño deficiente y fatiga
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Las mujeres con bochornos a menudo se quejan de sueño deficiente. Algunas se despiertan varias veces durante la noche empapadas en sudor. Este trastorno provoca fatiga, irritabilidad, síntomas depresivos, disfunción cognitiva y deterioro del funcionamiento diario.
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Ya se ha estudiado la relación entre los bochornos y el sueño deficiente (cuadro 21-2). Hollander et al. (2001) estudiaron a un grupo de mujeres al final de la vida fértil y hallaron que aquellas con mayor número de bochornos era más probable que manifestaran un sueño deficiente en comparación con las que tenían menos síntomas vasomotores. Kravitz et al. (2003) hallaron que la prevalencia de alteraciones del sueño fue de 32 a 40% en la transición menopáusica temprana y de 38 a 46% en la transición menopáusica tardía.
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Muchas mujeres presentan sensaciones prolongadas de fatiga, agotamiento y falta de energía durante la transición menopáusica. La fatiga quizás es resultado de la diaforesis nocturna y el sueño deficiente, pero también existe la posibilidad de que sea un factor de riesgo independiente que aún se debe identificar. Durante la transición menopáusica es de gran utilidad proporcionar información apropiada (cuadro 21-3).
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Factores de riesgo para los síntomas vasomotores
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Diversos factores de riesgo se han vinculado con mayor probabilidad de padecer bochornos, incluida la menopausia quirúrgica, la raza o el grupo étnico, la masa corporal y el tabaquismo. En la menopausia quirúrgica, el riesgo de padecer bochornos durante el primer año después de la ooforectomía es de 90% y los síntomas son más repentinos y pronunciados que en la menopausia natural. Los estudios han mostrado además que la prevalencia de síntomas vasomotores varía en los diversos grupos raciales y étnicos. Al parecer los trastornos son más frecuentes en estadounidenses de raza negra que en caucásicas y mayores en estas últimas que en las asiáticas (Gold, 2001; Kuh, 1997).
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La repercusión de la masa corporal sobre los bochornos no resulta tan clara. Varios investigadores publicaron que las mujeres más delgadas tienen más probabilidades de padecer bochornos, pero otros han observado lo contrario (Erlik, 1982; Thurston, 2008; Wilbur, 1998). Otros factores de riesgo son la menopausia temprana, las concentraciones bajas de estradiol circulante, el estilo de vida sedentario, el tabaquismo y el uso de moduladores selectivos de los receptores de estrógenos (SERM, selective estrogen response modulators) (Bachmann, 2005). Además, las mujeres expuestas a una temperatura ambiental elevada padecen bochornos más pronunciados y más a menudo. Randolph (2005) observó que la frecuencia de éstos a 31°C es cuatro veces mayor que a 19°C. En el capítulo 22 se describen las opciones terapéuticas para los bochornos (pág. 585).
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Metabolismo óseo y cambios estructurales
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El hueso normal es un tejido dinámico y vivo que está en un proceso continuo de remodelación, el cual también se conoce como recambio óseo, que permite la adaptación a los cambios mecánicos necesarios para cargar y realizar otras actividades físicas.
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Fisiología de la remodelación ósea
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El esqueleto tiene dos tipos de huesos (fig. 21-7). El hueso cortical es el del esqueleto periférico (extremidades superiores e inferiores) y corresponde a 80% del hueso total. El hueso esponjoso es el del esqueleto axil, que comprende la columna vertebral, la pelvis, la cadera y la porción proximal del fémur. El proceso de remodelación ósea involucra la resorción constante del hueso, llevada a cabo por células gigantes multinucleadas conocidas como osteoclastos, que maduran originalmente de los monocitos sanguíneos. Un proceso simultáneo de formación ósea es terminado por los osteoblastos, que son fibroblastos hísticos especializados (fig. 21-8).
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El osteoclasto es la única célula de resorción ósea. Los osteoclastos activados secretan ácido hidroclórico y enzimas que degradan colágena en la superficie ósea. Esto ocasiona la disolución mineral ósea y la degradación de la matriz orgánica. Después del desprendimiento de la matriz orgánica, los osteoclastos pueden trasladarse y comenzar la resorción en otro sitio sobre la superficie ósea o sufrir apoptosis.
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La actividad osteoclástica aumentada en la osteoporosis posmenopáusica es mediada a través de la vía del ligando del activador del receptor del factor nuclear kappa-B (RANK, receptor activator of nuclear factor kappa-B). Los tres principales componentes de esta vía son RANK, el ligando RANK (RANKL) y la osteoprotegerina (OPG, osteoprotegerin) (cuadro 21-4). Primero, RANKL es producido por los osteoblastos. RANKL se une a RANK que se localiza sobre la superficie de los osteoclastos y de los precursores de éstos (Bar-Shavit, 2007). Esta activación de RANK promueve la formación, la función y la supervivencia de los osteoclastos. Por tanto, RANKL es el regulador común de la actividad de los osteoclastos y, por último, de la resorción ósea.
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La OPG también es secretada por los osteoblastos y es un inhibidor natural de RANKL. La OPG es capaz de unirse a RANKL. Cuando se une a OPG, RANKL es incapaz de unirse a RANK. De esta manera, OPG impide la activación de RANK mediada por RANKL y, por consiguiente, evita la activación y la actividad del osteoclasto. Esto equilibra la remodelación ósea (Kostenuik, 2005).
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Muchos factores diferentes pueden afectar la actividad del osteoclasto, pero RANKL es necesario para mediar sus efectos sobre la resorción ósea. Las citocinas y ciertas hormonas estimulan la expresión de RANKL por el osteoblasto y otras células. Un regulador de este proceso es el estrógeno.
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Efectos del estrógeno sobre la remodelación ósea
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En las premenopáusicas sanas, los estrógenos limitan la expresión de RANKL de los osteoblastos y, por tanto, limitan la formación de osteoclastos y la resorción ósea. Los estrógenos también aumentan la producción de OPG por los osteoblastos. La OPG se une a RANKL para limitar además la capacidad de éste para estimular a los osteoclastos. El RANKL restante se une a los precursores de los osteoclastos. Éstos se fusionan, forman osteoclastos diferenciados e inician la resorción ósea. La resorción es seguida por la aparición de los osteoblastos que reconstruyen el hueso. Por último, la resorción y la formación se equilibran en las premenopáusicas.
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En las posmenopáusicas, las concentraciones disminuidas de estrógenos ocasionan expresión aumentada del ligando RANK. Esta sobreproducción puede aplastar la actividad competitiva natural de la OPG. Como resultado, el RANKL en exceso está disponible para unirse a RANK sobre los precursores de los osteoclastos. Esto puede ocasionar un incremento en el número, la actividad y la esperanza de vida de los osteoclastos y disminuir su tasa de apoptosis. La resorción ósea continúa, pero los osteoblastos sólo pueden llenar las fosillas de resorción de manera parcial. Este desbalance crónico de formación y resorción genera pérdida ósea. Por consiguiente, el RANKL aumentado después de la menopausia ocasiona resorción ósea excesiva y potencialmente osteoporosis posmenopáusica.
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El pico de masa ósea es influido por factores hereditarios y endocrinos y, para adquirir masa ósea, sólo hay una ventana relativamente estrecha de oportunidad en los años de más juventud. Casi toda la masa ósea en la cadera y en los cuerpos vertebrales se acumula en las mujeres jóvenes en la adolescencia tardía. Por tanto, los años inmediatamente posteriores a la menarquia (de los 11 a los 14 años) son importantes de manera específica (Sabatier, 1996; Theintz, 1992). Posterior a este pico, la resorción ósea se acopla de manera normal con la formación ósea, de tal modo que el equilibrio óseo positivo se logra cuando se alcanza la madurez esquelética, de forma típica en las edades de los 25 a los 35 años.
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Por consiguiente, la masa ósea disminuye a una tasa lenta y constante de ∼0.4% cada año. Durante la menopausia, la tasa aumenta 2 a 5% por año para los primeros 5 a 10 años y entonces disminuye a 1% por año. El riesgo subsiguiente de fractura por osteoporosis depende de la masa ósea al momento de la menopausia y de la tasa de pérdida ósea posterior a la menopausia (Riis, 1996).
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Osteopenia y osteoporosis
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La osteoporosis es un trastorno esquelético que afecta a la fuerza ósea debido a la disminución progresiva en la masa ósea (de manera clásica más en el hueso trabecular) y puede ocasionar un riesgo aumentado de fractura. La osteopenia es el precursor de la osteoporosis.
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El número estimado de individuos con osteoporosis u osteopenia continúa aumentando. La National Osteoporosis Foundation (NOF) (2002) estima que >10 millones de estadounidenses hoy día tienen osteoporosis y otros 33.6 millones tienen osteopenia de la cadera. En mujeres caucásicas de 50 años de edad, los estudios epidemiológicos de Estados Unidos han estimado que el riesgo restante a lo largo de la vida de fracturas frecuentes por fragilidad es de 17.5% para fractura de cadera, 15.6% para fractura vertebral diagnosticada clínicamente y 16.0% para fractura de antebrazo distal (Holroyd, 2008).
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Secuelas de la osteoporosis
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La fractura es la consecuencia más debilitante y clara de la osteoporosis. Cerca de 1.5 millones de estadounidenses padece fracturas osteoporóticas cada año. Se estima que a escala mundial hay 9 millones de fracturas osteoporóticas por año, las cuales ocasionan 5.8 millones de personas-año de discapacidad o pérdida de la vida (Johnell, 2006; Lund, 2008). Las más frecuentes son las de columna vertebral, cadera y muñecas (Kanis, 1994). La morbilidad y la mortalidad de las fracturas osteoporóticas es elevada y el riesgo de morir después de una fractura clínica es dos veces mayor que en los individuos sin fracturas. La tasa global de mortalidad por fractura aislada de cadera se estima en 30%. Además, sólo 40% de aquellos que sufrieron una fractura de cadera es capaz de regresar a su nivel de independencia previo a la fractura. Dados los efectos potencialmente devastadores de las fracturas relacionadas con la osteoporosis, es crítico educar a los pacientes sobre la profilaxis de la pérdida ósea, la detección para identificarla tempranamente y trabajar con los pacientes para crear planes terapéuticos eficaces para la osteoporosis o la osteopenia. Los tratamientos para la osteoporosis se describen en el capítulo 22 (pág. 590) e incluyen régimen con calcio acompañado de ejercicio con pesas o tratamiento farmacológico.
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Fisiopatología de la osteoporosis
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La osteoporosis es una enfermedad del esqueleto en la cual disminuye la fuerza del hueso, con lo que aumenta el riesgo de fracturarse. Gran parte de la fuerza de un hueso depende de su densidad mineral ósea (BMD, bone mineral density); esto explica la razón de que la BMD constituye una herramienta eficaz para identificar pacientes con riesgo elevado de fracturarse. La BMD se refiere a los gramos de mineral por volumen de hueso y se valora relativamente fácil durante las cuantificaciones de absorciometría radiográfica con doble energía (DEXA, dual-energy x-ray absorptiometry). Sin embargo, tanto la fuerza ósea como el riesgo de fracturarse dependen de otras características del hueso, como la velocidad de remodelación, el tamaño y la simetría, la estructura microscópica, la mineralización, la acumulación de daño y la calidad de la matriz. Estos parámetros son más difíciles de determinar con precisión (Kiebzak, 2003).
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El término osteoporosis primaria se refiere a la pérdida de hueso por envejecimiento y deficiencia menopáusica de estrógenos. Conforme los estrógenos disminuyen después de la menopausia, se pierde su efecto regulador sobre la resorción ósea. Como consecuencia, la resorción ósea se acelera y no es compensada por la formación de hueso nuevo. Esta pérdida ósea acelerada es más rápida durante los primeros años después de la menopausia (Gallagher, 2002). Cuando la osteoporosis es originada por otras enfermedades o fármacos se utiliza el término osteoporosis secundaria (Stein, 2003).
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La cantidad de hueso en cualquier momento refleja el equilibrio entre la actividad osteoblástica (formación) y la osteoclástica (resorción), que dependen de diversos factores tanto estimulantes como inhibidores (Canalis, 2007). Como ya se describió, tanto el envejecimiento como la falta de estrógenos aumentan de forma considerable la actividad osteoclástica. Además, el consumo insuficiente de calcio o la absorción intestinal deficiente del mismo reducen las concentraciones séricas de calcio ionizado. Esto estimula la secreción de parathormona (PTH, parathyroid hormone), la cual moviliza el calcio a través del incremento de la actividad de los osteoclastos (fig. 21-9). La mayor concentración de PTH causa de manera específica la producción de vitamina D. A su vez, el incremento de esta última eleva la concentración sérica de calcio a través de diversos efectos: 1) estimulación de los osteoclastos para que extraigan calcio del hueso; 2) aumento de la absorción intestinal de calcio, y 3) estimulación de la reabsorción renal de calcio (Holick, 2007).
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En mujeres premenopáusicas sanas, esta serie de acontecimientos eleva las concentraciones séricas de calcio y la concentración de PTH se normaliza. En menopáusicas, la deficiencia de estrógenos provoca mayor respuesta del hueso a la PTH. Por tanto, para cualquier concentración de PTH, se extrae más calcio del hueso.
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Como se describe en el capítulo 22 (pág. 595), la complementación con calcio es alentada en posmenopáusicas para mantener concentraciones adecuadas de calcio. Por una parte, esto bloquea los efectos de la PTH sobre la resorción ósea. Además, también se sugiere la complementación con vitamina D en este grupo. Aunque esta vitamina activa los osteoclastos, sus efectos positivos acumulativos sobre la absorción intestinal y la resorción renal de calcio permiten que sirva como una ayuda en la profilaxis de la pérdida ósea.
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Diagnóstico de osteoporosis
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La BMD constituye el estándar para definir la masa de hueso y casi siempre se analiza por medio de DEXA de la columna lumbar, el radio y la cadera (fig. 21-10) (Marshall, 1996). La columna lumbar está formada principalmente por hueso esponjoso, comprende 20% del peso del esqueleto. Este hueso es menos denso que el cortical y su velocidad de remodelación es mayor. Por tanto, es posible establecer la pérdida temprana y rápida de hueso al explorar este sitio. El hueso cortical es más denso y compacto y comprende 80% del peso óseo. El trocánter mayor del cuello del fémur contiene hueso cortical y trabecular y estos sitios son ideales para pronosticar el riesgo de una fractura de cadera en mujeres de edad avanzada (Miller, 2002).
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Ya se han establecido ciertas cifras para la densidad mineral ósea según género, edad y grupo étnico. Para fines de diagnóstico, los resultados de la BMD se documentan en forma de calificaciones T. Éstas miden en desviaciones estándar (SD, standard deviations) la varianza de la BMD de la persona en relación con la que se espera encontrar en un individuo del mismo género con una masa ósea máxima (25 a 30 años). Por ejemplo, una calificación T de –2.0 en una mujer significa que su BMD se encuentra dos desviaciones estándar por debajo de la masa ósea máxima promedio para una mujer de esa edad. Las definiciones de la National Osteoporosis Foundation comprenden las que se muestran en el cuadro 21-5. Sin embargo, se ha sugerido una cuarta categoría, la “osteoporosis grave”, para describir pacientes con una calificación T de –2.5 que además han sufrido una fractura por fragilidad. Estas son fracturas por una caída desde la posición de pie o más baja.
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También se asigna a las pacientes una calificación Z, que es la desviación estándar entre las medidas de la paciente y la masa ósea promedio de una persona de la misma edad y el mismo peso. Una calificación Z menor de –2.0 (2.5% de la población sana de la misma edad) requiere una valoración diagnóstica en busca de osteoporosis secundaria, que comprende otras causas además de pérdida ósea menopáusica (Faulkner, 1999). Asimismo, en cualquier paciente con osteoporosis se deben buscar otras enfermedades causales (cuadro 21-6).
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En numerosos estudios, se ha calculado la relación entre la BMD y el riesgo de fracturas. En el metaanálisis de Marshall etal. (1996), se observó que la BMD sigue siendo el factor pronóstico más fácilmente cuantificable para el riesgo de fracturas que en aquellas que no han sufrido una fractura por fragilidad. Para cada desviación estándar de BMD por debajo de la basal (ya sea la masa ósea máxima o el promedio para la población de referencia según el género y la edad de la paciente), el riesgo de fracturarse prácticamente se duplica.
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Recursos para la valoración del riesgo de fracturas. Es difícil cuantificar con precisión la masa ósea y la calidad del hueso, así como determinar las mejores prácticas para el tratamiento clínico de mujeres con baja masa ósea. Por esta razón, la Organización Mundial de la Salud (2004) creó los recursos para la valoración del riesgo de fractura (FRAX, Fracture Risk Assessment Tool) con el propósito de valorar el riesgo de fractura de pacientes a 10 años. Sin embargo, el algoritmo sólo es aplicable en pacientes que no han recibido farmacoterapia.
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Los FRAX se encuentran accesibles en Internet y están disponibles para muchos países y en diferentes idiomas en http://www.shef.ac.uk/FRAX/. El recurso en Internet incorpora 11 factores de riesgo y el valor de BMD crudo del cuello femoral en g/cm2 para calcular la probabilidad de riesgo de fractura a 10 años. El sitio también ofrece gráficos descargables para calcular los riesgos de fractura utilizando el índice de masa corporal (BMI, body mass index) o la BMD.
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El algoritmo FRAX identifica pacientes que pueden beneficiarse de la farmacoterapia. Es más útil para detectar a aquellas personas cuya BMD cae dentro del rango inferior de masa ósea, esto es, la categoría osteopénica.
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Se han sugerido muchos factores que pronostican el riesgo de fracturas por osteoporosis (cuadro 21-7). Los más importantes son densidad ósea combinada con edad, antecedentes de fracturas, grupo étnico, diversos fármacos, adelgazamiento y condición física.
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La presencia de un factor de riesgo clave debe alertar al médico a la necesidad de una mayor valoración y posiblemente de intervención activa.
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La profilaxis para osteoporosis mediante ejercicio con pesas e ingestión de vitamina D y calcio debe comenzar en la adolescencia (Recker, 1992). La complementación de calcio en niñas prepubescentes y pubescentes mejora el aumento de masa ósea, un efecto importante que debe de tener consecuencias beneficiosas a largo plazo (Bonjour, 2001; Rozen, 2003; Stear, 2003).
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Densidad mineral ósea. Hoy día, esta característica del hueso es el factor pronóstico más cuantificable de una fractura osteoporótica. La BMD reducida y otros factores de riesgo importantes se combinan para incrementar el riesgo de fracturarse. Por consiguiente, la BMD se debe medir en toda posmenopáusica >50 años con alguno de los factores de riesgo principales o en cualquier mujer >65 años (cuadro 21-7).
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Estos factores de riesgo no son independientes; son complementarios y se deben examinar en el contexto de la edad basal y los riesgos inherentes a cada género. Por ejemplo, una mujer de 55 años de edad con una BMD reducida tiene un riesgo mucho menor que una paciente de 75 años con la misma BMD reducida. Asimismo, una mujer con una BMD disminuida y una fractura previa por fragilidad tiene un riesgo mucho mayor que otra persona con la misma BMD reducida, pero sin fracturas previas.
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Las fracturas por osteoporosis son más frecuentes en varones y mujeres >65 años de edad. Se ha demostrado que las acciones médicas son eficaces para prevenir fracturas en la población de una edad promedio >65 años. Sin embargo, los tratamientos recién aprobados contra la osteoporosis previenen o invierten la pérdida ósea si se inició a los 50 años de edad o poco antes. Por tanto, es recomendable empezar a identificar a las personas con riesgo de padecer osteoporosis alrededor de los 50 años de vida.
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Fractura por fragilidad. Como se mencionó, una fractura previa por fragilidad aumenta el riesgo de padecer otra fractura. Dicho riesgo es de 1.5 a 9.5 veces mayor, según la edad en la que se realiza la valoración, el número de fracturas previas y el sitio de éstas (Melton, 1999); las fracturas vertebrales son las más estudiadas. La presencia de una fractura vertebral aumenta el riesgo de una segunda fractura de este tipo por lo menos cuatro veces. En un estudio clínico extenso, sobre un grupo placebo se observó que 20% de las personas que experimentaban dicha fractura, durante el periodo de observación, padecía otra fractura vertebral en el siguiente año (Lindsay, 2001). Estas fracturas además aumentan el riesgo de padecer fracturas por fragilidad en otras ubicaciones como la cadera. Asimismo, las fracturas de la muñeca pronostican las de cuerpos vertebrales y cadera.
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Envejecimiento. La edad es un factor que contribuye al riesgo de sufrir fracturas. Como lo resumen en su revisión Kanis et al. (2001), la probabilidad a 10 años de experimentar una fractura de antebrazo, húmero, columna vertebral o cadera aumenta hasta ocho veces entre los 45 y los 85 años en mujeres.
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Grupo étnico. La osteoporosis se observa con más frecuencia en menopáusicas caucásicas. Las personas de cualquier raza pueden presentar osteoporosis, pero los resultados del Third National Health and Nutrition Examination Survey (NHANES III) indican que el riesgo es mayor entre caucásicas no hispanas y asiáticas y menor entre las de raza negra no hispanas (Looker, 1995).
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Genética. La influencia que tiene la genética en la osteoporosis y la BMD es muy importante. Se calcula que la herencia genera entre 50 y 80% de las variaciones de la BMD (Ralston, 2002). Estas repercusiones han sido objeto de investigaciones científicas importantes y se vincularon diversos genes a la osteoporosis. Sin embargo, tales descubrimientos todavía deben aplicarse en clínica. El mejor estudio sobre los antecedentes heredofamiliares de fracturas osteoporóticas se realiza en fractura de cadera. En el Study of Osteoporotic Fractures, por ejemplo, se identificó un antecedente materno de fractura de cadera como factor de riesgo clave para padecer fractura de cadera en una población de mujeres de edad avanzada (Cummings, 1995). Además, dicho antecedente en la abuela materna también aumenta el riesgo de sufrir este trastorno.
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Precauciones de caídas. Las fracturas se relacionan con frecuencia con caídas. Casi 33% de las pacientes >65 años de edad caen al menos una vez por año. Aproximadamente 1 de 10 caídas en este grupo de edad resulta en daño grave, como fractura de cadera o hematoma subdural (Tinetti, 1988, 2003). Para prevenir caídas en la vejez, la American Geriatric Society y la British Geriatric Society (2011) recomendaron preguntas de detección para incluir a un paciente si: 1) ha tenido dos o más caídas en el último año; 2) tiene dificultad en la marcha o con el equilibrio, y 3) acude a atención después de una caída aguda. Una respuesta afirmativa o los datos físicos de una marcha alterada deben orientar a una búsqueda más completa y a la corrección de tales factores (cuadro 21-8).
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Glucocorticoides sistémicos. El tratamiento con glucocorticoides durante más de dos o tres meses constituye un riesgo importante de pérdida ósea y fracturas, en especial en posmenopáusicas y varones >50 años de edad. La mayor parte de las revisiones y las normas considera que el umbral para valorar y actuar a fin de prevenir o tratar una osteoporosis por glucocorticoides es una dosis diaria de prednisona ≥7.5 mg (Canalis, 1996).
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Detección. Como resultado de dichos factores de riesgo, dentro de los programas para confirmar osteoporosis y establecer su magnitud, se debe incluir la BMD en toda mujer menopáusica que: 1) tiene ≥65 años; 2) padece uno o más factores de riesgo de osteoporosis, o 3) sufre fracturas. De manera adicional, la detección se recomienda para perimenopáusicas si tienen un factor de riesgo específico, como fractura previa por traumatismo leve o bajo peso corporal o si están tomando algún fármaco conocido que aumente el riesgo de pérdida ósea. Si se instituye tratamiento para incrementar la densidad mineral ósea, ésta se debe vigilar.
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Cambios cardiovasculares
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Riesgo cardiovascular
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La enfermedad cardiovascular se mantiene como la causa global líder de muerte en mujeres. De todos los decesos en 2007, el 25% fue originado por cardiopatía y el 6.7% se vinculó con apoplejía (Heron, 2011). Un estimado de 43 millones de mujeres o el 35% del total de la población femenina estadounidense sufrió de CVD (Roger, 2011). La mayoría de las CVD aparece debido a cambios ateroescleróticos en los vasos sanguíneos principales. Los factores de riesgo son los mismos para varones y mujeres e incluyen factores de riesgo no modificables, como edad y antecedentes familiares de CVD. Los factores de riesgo cardiovascular modificables incluyen hipertensión, dislipidemia, obesidad, diabetes mellitus o intolerancia a la glucosa, tabaquismo, dieta mala y falta de actividad física. Como se describe en el capítulo 1 (pág. 21), los primeros cuatro de estos factores de riesgo son componentes del síndrome metabólico, que es por sí mismo un predictor fuerte de morbilidad y mortalidad cardiovascular (Malik, 2004).
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Antes de la menopausia, el riesgo cardiovascular de la mujer es mucho menor que el del varón de la misma edad. Los factores que protegen a la premenopáusica de las enfermedades cardiovasculares son complejos, pero uno de los más importantes es la concentración elevada de lipoproteínas de alta densidad (HDL, high-density lipoprotein) en mujeres jóvenes, que es un efecto de los estrógenos. Sin embargo, este beneficio desaparece con el tiempo después de la menopausia, de manera que una mujer de 70 años de edad tiene el mismo riesgo que el de un varón de edad similar (Matthews, 1989). El riesgo cardiovascular aumenta de manera exponencial en las mujeres conforme empieza la menopausia y disminuye la concentración de estrógenos (Matthews, 1994; van Beresteijn, 1993). Esto es en especial importante en mujeres durante la transición menopáusica, cuando hay diversas medidas profilácticas que ayudan a mejorar de manera considerable tanto la calidad como la duración de la vida. Las estadísticas indican que una de cada tres mujeres >65 años de edad posee algún dato de CVD. Hacia los 55 años de edad, 20% de los fallecimientos se debe a CVD y, por último, entre 30 y 40% de las mujeres muere por alguna CVD.
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La primera vez que se identificó la relación entre menopausia y enfermedades cardiovasculares fue en el grupo de Framingham de 2 873 mujeres (Kannel, 1987). Se observó una frecuencia entre dos y seis veces mayor de CVD en posmenopáusicas en comparación con premenopáusicas de la misma edad. Este patrón es similar al que se observa en la frecuencia de la osteoporosis, que aumenta de manera notable durante la transición menopáusica. De hecho, el incremento en la frecuencia de CVD se observa con dicha transición, no obstante la edad en la que se encuentre en la menopausia. Estos y otros datos indican que la supresión de estrógenos aumenta el riesgo cardiovascular.
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Prevención de las enfermedades cardiovasculares
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Debido a que la mayoría de los factores de riesgo para CVD son modificables, es factible la reducción importante en las tasas de morbilidad y mortalidad cardiovasculares. Por tanto, el médico debe ofrecer alguna estrategia a sus pacientes posmenopáusicas que les ayude a prevenir o retrasar las CVD (cuadro 1-17, pág. 22). Puesto que la información más reciente cuestiona la prescripción extendida de hormonas para evitar este problema tan común, se deben tomar en cuenta otras estrategias. Las intervenciones en el estilo de vida que han mostrado ser útiles y eficaces incluyen dejar de fumar, la actividad física de moderada intensidad por 30 min al día, mantener el peso apropiado y seguir una dieta saludable desde el punto de vista cardiaco. Las intervenciones eficaces más específicas para factores de riesgo incluyen mantener la presión arterial y las concentraciones de lípidos en concentraciones óptimas, mediante estrategias de cambios en el estilo de vida y, cuando es necesario, con farmacoterapia (Mosca, 2011). Los beneficios cardiovasculares de la actividad física fueron analizados como parte del estudio Women’s Health Initiative (WHI). Manson et al. (2002) identificaron diversos beneficios cardiovasculares de la actividad física. Establecieron que el hecho de caminar, así como cualquier otro ejercicio vigoroso, evita episodios cardiovasculares en posmenopáusicas no obstante su edad, BMI o grupo étnico. Como es de esperarse, la vida sedentaria tiene una relación directamente proporcional al riesgo de un episodio coronario (McKechnie, 2001).
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La obesidad central constituye un factor de riesgo coronario y se acompaña de un estado hormonal relativamente androgénico. La distribución central de la grasa en la mujer, también conocida como obesidad de predominio troncal, es directamente proporcional a la elevación del colesterol total, los triglicéridos y la concentración de lipoproteína de baja densidad (LDL, low-density lipoprotein) e inversamente proporcional a la concentración de HDL (Haarbo, 1989). Estas características aterógenas vinculadas con la obesidad abdominal están mediadas de forma parcial por la interrelación con la insulina y los estrógenos. Hay una correlación importante entre la magnitud con la que empeoran los factores de riesgo cardiovascular (cambios de los lípidos y las lipoproteínas, la presión arterial y la concentración de insulina) y las magnitud del aumento de peso durante la transición menopáusica (Wing, 1991). Davies (2001) y Matthews (2001) demostraron que el hecho de subir de peso durante la menopausia no constituye un efecto de los cambios hormonales, sino que refleja la alimentación, el ejercicio y el metabolismo más lento vinculados con el envejecimiento.
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Tratamiento con ácido acetilsalicílico. Este fármaco ha mostrado su eficacia en la profilaxis secundaria de la CVD tanto en varones como en mujeres (Antithrombotic Trialists’Collaboration, 2002). Sin embargo, los datos son limitados a la función del ácido acetilsalicílico a bajas dosis en la prevención primaria de la CVD en mujeres. El más grande estudio con asignación al azar, único que investigó este punto, indicó que entre mujeres ≥45 años hay una reducción sin importancia del 9% en todos los episodios cardiovasculares principales con el uso de ácido acetilsalicílico a bajas dosis. Hay una reducción notable del 17% en el riesgo de enfermedad vascular cerebral. Entre las mujeres ≥65 años, se observaron reducciones importantes en todas las categorías de episodios cardiovasculares. Éstas incluyeron un decremento de 30% en la enfermedad vascular cerebral isquémica y del 34% en el infarto del miocardio (Cook, 2005). En general, el ácido acetilsalicílico no debe utilizarse en la profilaxis primaria de la cardiopatía en mujeres <65 años, a menos que se considere que los beneficios cardiacos individuales superan a los riesgos. Estos riesgos sobre todo incluyen episodios de hemorragia, como enfermedad vascular cerebral hemorrágica y sangrado del tubo digestivo (Lund, 2008).
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Se sabe que la concentración fisiológica de estrógenos ayuda a mantener un perfil favorable de lipoproteínas en la mujer. En particular, durante la madurez, la concentración de HDL es de casi 10 mg/100 ml mayor en la mujer y esta diferencia persiste durante los años posmenopáusicos. Además, la concentración de colesterol total y lipoproteínas de baja densidad (LDL) es menor en premenopáusicas que en varones (Jensen, 1990; Matthews, 1989). Después de la menopausia y con el descenso ulterior de los estrógenos, se pierde este efecto favorable sobre los lípidos. La concentración de lipoproteínas de alta densidad disminuye y el colesterol total aumenta.
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Después de la menopausia, se duplica el riesgo coronario y alrededor de los 60 años de edad los lípidos aterógenos alcanzan concentraciones mayores a las de los varones. Brunner (1987) y Jacobs (1990) et al. demostraron de manera prospectiva la relación existente entre colesterol total y la angiopatía coronaria en la mujer, pero al parecer el riesgo coronario aparece con una concentración mayor de colesterol total en la mujer que en el varón. Las pacientes con una concentración de colesterol total >265 mg/100 ml tienen una tasa de angiopatía coronaria tres veces mayor que aquellas con una concentración normal o reducida. La concentración reducida de colesterol HDL también es un factor importante que predice CVD en mujeres. El colesterol de HDL promedio es de 55 a 60 mg/100 ml y si desciende 10 mg/100 ml, el riesgo coronario aumenta entre 40 y 50% (Kannel, 1987).
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No obstante estos cambios de los lípidos aterógenos después de la menopausia, es posible reducir el colesterol total y la concentración de LDL al modificar la alimentación y al administrar estrógenos y fármacos que reducen los lípidos (cap. 1, pág. 23) (Matthews, 1994).
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Se sabe que el envejecimiento se acompaña de diversos cambios en los parámetros de la coagulación. El fibrinógeno, el inhibidor 1 del activador del plasminógeno y el factor VII aumentan, lo cual genera un estado relativamente hipercoagulable. Se cree que esto contribuye a incrementar las enfermedades tanto cardiovasculares como vasculares cerebrales en las ancianas.
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Aumento de peso y distribución de grasa
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Durante la transición menopáusica, muchas mujeres se quejan de aumento de peso. Con la edad, el metabolismo de la mujer es más lento, lo cual reduce sus necesidades calóricas. Si no se modifican los hábitos de alimentación y ejercicio, hay aumento de peso (Matthews, 2001). Espeland et al. (1997) clasificaron el peso y la distribución de la grasa de 875 mujeres en su estudio llamado Postmenopausal Estrogen/Progestin Interventions (PEPI) y correlacionaron las repercusiones del estilo de vida y ciertos factores clínicos y demográficos. Observaron que las mujeres de 45 a 54 años de edad suben mucho más de peso y de circunferencia de cadera que las de 55 a 65 años. Encontraron que la actividad física basal global y las actividades recreativas y laborales basales son directamente proporcionales al aumento de peso en el grupo PEPI. Las pacientes que manifestaron tener más actividad tuvieron menor aumento de peso que las menos activas.
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El incremento de peso durante este periodo se acompaña de depósito de grasa en el abdomen; esto aumenta la probabilidad de resistencia insulínica, diabetes mellitus y cardiopatía (Dallman, 2004; Wing, 1991). Además, como lo revisó Baumgartner (1995), los datos del Rosetta Study y el New Mexico AgingProcess Study demuestran que los adultos mayores tienen un porcentaje mayor de grasa corporal que los más jóvenes en cualquier edad, por la pérdida de masa muscular con el paso de los años.
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Los factores que explican el aumento de peso son numerosos y comprenden factores genéticos, neuropéptidos y actividad del sistema nervioso adrenérgico (Milewicz, 1996). Si bien muchas mujeres consideran que el tratamiento no anticonceptivo con estrógenos provoca aumento de peso, los resultados más recientes de varios estudios clínicos y epidemiológicos indican que el efecto que tiene la hormonoterapia menopáusica sobre el peso corporal y la cintura abdominal, si es que lo tiene, es reducir ligeramente la velocidad con que éstos aumentan por la edad (Espeland, 1997; Guthrie, 1999).
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Cambios dermatológicos
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Algunos de los cambios en la piel que aparecen durante la transición menopáusica son hiperpigmentación (manchas de la edad), arrugas y prurito, que son causados en parte por envejecimiento de la piel, generado por los efectos sinérgicos de la degeneración intrínseca y el fotoenvejecimiento (Guinot, 2005). Además, se cree que el envejecimiento hormonal de la piel provoca diversos cambios dérmicos. Éstos comprenden un espesor reducido por el menor contenido de colágena, disminución en la secreción de las glándulas sebáceas, pérdida de la elasticidad, menor riego y cambios epidérmicos (Wines, 2001).
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La repercusión de la deficiencia hormonal sobre el envejecimiento cutáneo se ha estudiado ampliamente, pero es difícil distinguir entre los efectos del envejecimiento intrínseco, el fotoenvejecimiento y otras agresiones ambientales.
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Conforme los estrógenos descienden al final de la transición menopáusica, aparecen diversos problemas dentales. El epitelio bucal se atrofia por ausencia de estrógenos, provocando reducción de la saliva y la sensibilidad. Algunas veces aparece también un mal sabor de boca, mayor frecuencia de caries y pérdida dental (Krall, 1994).
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La pérdida del hueso alveolar se relaciona con osteoporosis y puede originar pérdida de piezas dentales. El efecto beneficioso que tienen los estrógenos sobre la masa ósea esquelética también se manifiesta en el hueso bucal. Incluso en mujeres sin osteoporosis, hay una relación entre la densidad ósea de la columna vertebral y el número de dientes. La pérdida de dientes también se vincula con tabaquismo y su efecto adverso sobre la salud dental (Krall, 1994).
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La mama cambia durante la menopausia principalmente por la supresión hormonal. En las premenopáusicas, los estrógenos y la progesterona ejercen efectos proliferativos sobre las estructuras ductales y glandulares, respectivamente. Durante la menopausia, la supresión de estrógenos y progesterona origina una reducción relativa de la proliferación mamaria; en la mamografía, se observa disminución del volumen y en porcentaje de tejido denso y estas áreas son sustituidas por tejido adiposo.
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Cambios en el sistema nervioso central
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Muchas mujeres menopáusicas se quejan de dificultad para dormir y permanecer dormidas. El sueño fragmentado a menudo se acompaña de bochornos y provoca fatiga diurna, labilidad emocional, irritabilidad y problemas con la memoria de corto plazo (Owens, 1998). Incluso quienes tienen pocos síntomas vasomotores experimentan insomnio y síntomas emocionales ligados a la menopausia (Erlik, 1982; Woodward, 1994). En algunos casos, está indicado prescribir algún fármaco para ayudarlas a dormir; tales fármacos se listan en el cuadro 1-24 (pág. 29).
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Conforme la mujer envejece, es más probable que su sueño sea más ligero con despertares fáciles por dolor, ruido o necesidades corporales. Los problemas de salud y otras enfermedades crónicas que experimentan las mujeres o su cónyuge alteran todavía más el sueño. Se sabe que la artritis, el síndrome del túnel del carpo y otros padecimientos dolorosos, neuropatías crónicas, pirosis y ciertos fármacos que alteran el sueño tienen un efecto notable sobre la calidad y la cantidad de sueño reparador. Otros factores importantes comunes en este periodo son la nicturia y la frecuencia y la urgencia urinarias.
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La respiración anormal durante el sueño (SDB, sleep disordered breathing), que comprende diversos grados de obstrucción faríngea, es mucho más frecuente en menopáusicas y sus parejas. En la mujer, la SDB a menudo se acompaña de una mayor masa corporal y descenso de la concentración de estrógenos y progesterona. Muchas mujeres roncan por obstrucción de las vías respiratorias superiores, que va desde resistencia de tales vías hasta apnea obstructiva del sueño (Gislason, 1993). En todos estos ejemplos, el tratamiento de la causa de fondo debe mejorar el sueño de la paciente.
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La memoria se deteriora con la edad. No se ha encontrado ningún efecto directo de la concentración reducida de estrógenos sobre la memoria y el conocimiento, pero numerosos investigadores sospechan que existe una relación o aceleración del descenso cognitivo durante la menopausia. Se estudió la función cognitiva en un grupo de mujeres en edad reproductiva y posmenopáusica que no utilizaban hormonas. En posmenopáusicas, el rendimiento cognitivo disminuyó con la edad. Este no fue el caso en las mujeres en edad reproductiva. Las premenopáusicas >40 años mostraron menos descenso cognitivo que las posmenopáusicas durante el mismo decenio de la vida. Estos investigadores concluyeron que algunos tipos de funciones cognitivas se deterioran rápidamente después de la menopausia (Halbreich, 1995).
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Los factores que aceleran los cambios degenerativos cerebrales representan riesgos potencialmente modificables del descenso cognitivo (Kuller, 2003; Meyer, 1999). Los investigadores han estudiado los factores de riesgo que aceleran el decremento congnitivo leve y la demencia. Los han correlacionado con ciertas medidas de atrofia cerebral, densitometría por tomografía computarizada (CT) y pruebas cognitivas en voluntarias sanas desde el punto de vista neurológico y cognitivo. Algunos de los factores de riesgo de hipoperfusión cerebral y adelgazamiento de las materias blanca y gris comprenden: episodios de isquemia transitoria (TIA, transient ischemic attacks), hiperlipidemia, hipertensión, tabaquismo, consumo excesivo de alcohol y género masculino, todos los cuales implican falta de estrógenos. Estos autores recomiendan ciertas acciones para regular dichos factores de riesgo modificables.
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Cambios psicosociales
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En muy pocos estudios sobre la salud de la mujer durante los años de la menopausia, se ha valorado de manera formal el bienestar y los aspectos psicosociales de la transición de esta etapa. Dennerstein et al. (1994) estudiaron a las mujeres durante la madurez para definir si la menopausia, las circunstancias sociales, la salud, el estrés interpersonal, la actitud y el estilo de vida se vinculan con el bienestar durante esta etapa. Ellos encontraron que la menopausia tiene muy pocos efectos sobre el bienestar. Sin embargo, observaron que éste se encuentra ligado a los factores siguientes: la forma como ellas perciben la salud, los síntomas psicosomáticos generales, los síntomas respiratorios generales, el antecedente de síntomas premenstruales y el estrés interpersonal. También las actitudes hacia el envejecimiento y la menopausia tuvieron una relación estrecha con el bienestar. Otros investigadores han encontrado que durante esta época son comunes los problemas psicosociales y los relacionan de forma directa con la fluctuación hormonal (Bromberger, 2009; Freeman, 2010; Soares, 2010).
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Durante la transición menopáusica, aparecen síntomas psicológicos y cognitivos como depresión, cambios emocionales, poca concentración y alteraciones de la memoria. Aunque muchas mujeres perciben estos cambios como parte del envejecimiento o los atribuyen a un síndrome premenstrual (PMS, premenstrual syndrome) pronunciado, en realidad estos síntomas pueden ser resultado de ciertos cambios en las hormonas reproductivas (Bachmann, 1994; Schmidt, 1991).
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Es importante señalar que la transición menopáusica constituye un evento complejo tanto sociocultural como hormonal. Los factores psicosociales también contribuyen al estado de ánimo y síntomas cognitivos durante esta fase, puesto que la mujer que empieza dicha transición a menudo enfrenta otros factores de tensión emocional, como el trato con adolescentes, inicio de una enfermedad grave, cuidado de un pariente senil, divorcios o viudez, cambio de profesión o retiro (LeBoeuf, 1996).
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Lock (1991) opina que parte del estrés que manifiestan las mujeres occidentales es claramente específico para cada cultura. La cultura occidental admira la belleza y la juventud y conforme envejecen, algunas sufren al perder su condición, función y control (LeBoeuf, 1996). Otras veces, el final de la menstruación predecible y el final de la fertilidad constituyen factores importantes para las mujeres porque simplemente son un cambio, sin importar la forma en que ellas y su cultura consideren el envejecimiento y el final de la vida reproductiva (Frackiewicz, 2000). Algunas pacientes ven la menopausia como una pérdida importante, ya sea porque afecta la maternidad y la crianza como sus principales funciones en la vida o porque no tienen hijos, aunque no fuera su elección. Por tales razones, muchas mujeres consideran la menopausia inminente como una etapa de pérdida, por lo cual surge depresión y otros trastornos psicológicos (Avis, 2000).
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Los datos contemporáneos han disipado diversos mitos de que la menopausia se acompaña de depresión (Ballinger, 1990; Busch, 1994). En general, es elevado el porcentaje de mujeres con depresión recurrente o que experimenta su primer episodio de este trastorno durante la transición menopáusica (Freeman, 2007; Spinelli, 2005).
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Diversos autores opinan que las fluctuaciones hormonales al principio de la transición menopáusica son la causa, por lo menos en parte, de esta inestabilidad afectiva. Asimismo, la menopausia quirúrgica induce cambios emocionales por la pérdida instantánea de hormonas. Soares (2005) supone que un componente importante de la tensión emocional durante la transición menopáusica es la concentración elevada y errática de estradiol. Por ejemplo, Ballinger et al. (1990) demostraron que el aumento de las hormonas del estrés (y quizá los síntomas del mismo) se encuentra vinculado desde el punto de vista fisiológico con la concentración elevada de estrógenos. También demostraron que las mujeres con una calificación anormal en la prueba psicométrica poco después de la menopausia, tienen una concentración mayor de estradiol que las que tienen calificaciones menores. En su estudio prospectivo y fisiológico sobre mujeres con PMS pronunciado, Spinelli et al. (2005) demostraron que la concentración de estrógenos se vincula con la intensidad de los síntomas menopáusicos. En un estudio con asignación al azar y comparativo con placebo sobre el tratamiento de la menopausia, se administraron las dosis tradicionales de estrógenos conjugados de equino (0.625 mg diarios), que mejoraron de manera importante el sueño, pero también observaron aumento de hostilidad autodirigida por los estrógenos (Schiff, 1980).
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Se investigó de manera extensa la relación entre las hormonas circulantes y la libido, pero aún no existe información definitiva. Varios estudios demuestran que los factores que explican los cambios en la libido son otros (Gracia, 2007). Avis et al. (2000) estudiaron la función sexual en un subgrupo de 200 mujeres en el Massachusetts Women’s Health Study II que sufrieron una menopausia natural. Ninguna de ellas recibió hormonoterapia y todas tenían parejas sexuales. Observaron que la menopausia se acompaña de un menor interés sexual. Sin embargo, después de hacer los ajustes según la salud física y mental, el tabaquismo y la satisfacción conyugal, la menopausia ya no tuvo una relación importante con la libido. Dennerstein y Hayes (2005) valoraron de manera prospectiva a 438 mujeres australianas durante seis años de su transición menopáusica. Observaron que la menopausia estaba muy vinculada con dispareunia y de forma indirecta con la respuesta sexual. Algunos otros factores que repercuten de manera indirecta sobre la función sexual son los sentimientos por la pareja, el estrés y los factores sociales.
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Otros investigadores demostraron que los problemas sexuales son más comunes en la menopausia. En un estudio longitudinal de mujeres durante la transición menopáusica hasta por lo menos un año después de la fecha de la última menstruación, aquéllas mostraron una reducción considerable en la frecuencia del coito semanal. Las pacientes manifestaron un descenso importante en el número de pensamientos y satisfacciones sexuales y lubricación vaginal después de la menopausia (McCoy, 1985). En un estudio de 100 mujeres con menopausia natural, tanto el deseo como la actividad sexual disminuyeron en comparación con el deterioro premenopáusico. Las mujeres manifestaron pérdida de la libido, dispareunia y disfunción orgásmica y 86% refirió carencia de orgasmos después de la menopausia (Tungphaisal, 1991).
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Cambios en la porción inferior del aparato reproductor
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Los síntomas de atrofia urogenital, incluida sequedad vaginal y dispareunia, son comunes en la transición menopáusica y pueden afectar áreas importantes de la calidad de vida, en especial entre mujeres sexualmente activas. Las estimaciones de prevalencia van de 10 a 50% (Levine, 2008). Se han identificado receptores de estrógenos en vulva, vagina, vejiga, uretra, músculos del piso pélvico y fascia endopélvica. Por tanto, estas estructuras comparten una respuesta hormonal similar, incluida la sensibilidad a la privación de estrógenos que surge después de la menopausia, en el puerperio durante la lactancia o con la amenorrea hipotalámica.
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Sin la influencia trófica de los estrógenos, la vagina pierde colágena, tejido adiposo y la capacidad para retener agua (Sarrel, 2000). Conforme las paredes vaginales se encogen, las rugosidades se aplanan y la vagina adquiere un aspecto plano de color rosa claro. El epitelio se adelgaza hasta alcanzar unas cuantas capas de células, con reducción considerable de la relación entre células superficiales y basales. De esta manera, la superficie vaginal es friable y tiende a sangrar con traumatismos mínimos. Los vasos sanguíneos de las paredes vaginales son más estrechos y con el tiempo la vagina misma se contrae y pierde su flexibilidad. Además, el pH vaginal es más alcalino y, con la deficiencia de estrógenos, es común encontrar un pH mayor de 4.5 (Caillouette, 1997; Roy, 2004). El pH alcalino crea un ambiente vaginal menos conveniente para los lactobacilos y más propenso a la infección por microorganismos patógenos urogenitales y fecales. Además de los cambios vaginales, conforme la producción de estrógenos desaparece al final de la transición menopáusica, el epitelio vulvar se atrofia y disminuyen las secreciones de las glándulas sebáceas. Se pierde la grasa subcutánea en los labios mayores, lo cual ocasiona encogimiento y retracción del prepucio del clítoris y la uretra, fusión de los labios menores y estrechamiento del introito y, de esta manera, estenosis (Mehta, 2008).
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Como resultado de estos cambios, los síntomas clínicos de la atrofia vulvovaginal comprenden sequedad e irritación vaginal, dispareunia e infecciones urinarias recurrentes (Levine 2008).
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Dispareunia y disfunción sexual
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Las pacientes menopáusicas se quejan con frecuencia de dispareunia y otros tipos de disfunción sexual. Laumann et al. (1999) estudiaron la prevalencia de la disfunción sexual en posmenopáusicas y encontraron que 25% manifiesta algún grado de dispareunia. Observaron que el coito doloroso se relaciona con problemas sexuales, incluida la ausencia de libido, trastornos de excitación sexual y anorgasmia.
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La dispareunia en este grupo de población por lo general se atribuye a sequedad vaginal y atrofia de la mucosa por falta de hormonas ováricas, pero los estudios de prevalencia sugieren que esta etapa de la vida se acompaña de un descenso en todos los aspectos de la función sexual femenina (Dennerstein, 2005).
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Levine et al. (2008) estudiaron 1 480 posmenopáusicas sexualmente activas y encontraron que la prevalencia de atrofia vulvovaginal fue de 57% y la de disfunción sexual femenina correspondió a 55%. Ellos hallaron que las mujeres con disfunción sexual tenían cuatro veces más probabilidad de padecer atrofia vulvovaginal que aquellas sin disfunción sexual. La reducción de los estrógenos ováricos provoca disminución de la lubricación vaginal, un gran riesgo de vaginitis atrófica y menor circulación con vasocongestión durante la actividad sexual. La atrofia genital también se atribuye a la reducción de testosterona.
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Ciertas alteraciones urogenitales, como el prolapso o la incontinencia tienen una correlación pronunciada con la disfunción sexual (Barber, 2002; Salonia, 2004). Las pacientes con incontinencia urinaria tienden a padecer disfunción hipotónica del piso pélvico que genera dolor durante la penetración profunda por ausencia de estabilidad pélvica. Los músculos hipertónicos o disinérgicos del piso pélvico, que son comunes en las pacientes con frecuencia urinaria, estreñimiento y vaginismo, a menudo se acompañan de dolor superficial y fricción durante el coito (Handa, 2004). La presencia de prolapso contribuye a la dispareunia, al igual que el antecedente de una cirugía ginecológica que provoca dispareunia por acortamiento de la vagina (Goldberg, 2001).
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Otras enfermedades, como artritis, dolores articular, lumbar, de cadera o fibromialgia, contribuyen al dolor vaginal o pélvico durante el coito. El dolor pélvico crónico, que se describe a detalle en el capítulo 11 (pág. 309) también puede contribuir a la disfunción sexual.
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Como ya se mencionó, la mayor parte de los músculos y los ligamentos del piso pélvico posee receptores de estrógenos y progesterona. A causa de la producción reducida de estrógenos al final de la menopausia o después de una ooforectomía, la atrofia genitourinaria genera diversos síntomas que alteran la calidad de la vida. Algunos de los síntomas urinarios son disuria, urgencia e infecciones urinarias recurrentes (Notelovitz, 1989).
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De manera específica, el adelgazamiento de la mucosa uretral y vesical provoca uretritis con disuria, urgencia por incontinencia y micción frecuente. Además, el acortamiento uretral secundario a los cambios atróficos en la menopausia genera incontinencia urinaria de esfuerzo genuina. Por ejemplo, Bhatia et al. (1989) demostraron que la farmacoterapia con estrógenos mejora e incluso cura la incontinencia urinaria de esfuerzo en >50% de las mujeres que reciben tratamiento, al parecer, al ejercer un efecto directo sobre la coaptación de la mucosa uretral (cap. 23, pág. 611). Por tanto, antes de recurrir a la corrección quirúrgica de la incontinencia por atrofia vaginal, vale la pena administrar un esquema de hormonoterapia.
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En 2009, Waetjen y otros, al evaluar a mujeres en transición menopáusica, encontraron un aumento leve en las tasas de estrés y urgencia por incontinencia urinaria. Por otro lado, en algunos estudios no se ha demostrado relación entre la incontinencia y la menopausia. Sherburn et al. (2001) llevaron a cabo un estudio transversal en mujeres australianas de 45 a 55 años de edad. En esta población, identificaron incontinencia con una prevalencia de 15%. Algunos de los factores de riesgo concomitantes fueron intervenciones quirúrgicas ginecológicas previas, BMI elevado, infecciones de las vías urinarias (UTI, urinary tract infections), estreñimiento y multiparidad. Más tarde, estos mismos investigadores estudiaron a un subgrupo de 373 premenopáusicas durante siete años para establecer si la transición menopáusica misma se acompaña de mayor frecuencia de incontinencia. En este grupo de mujeres, la frecuencia global de incontinencia fue de 35% y no aumentó con la menopausia. Durante el estudio, el factor más vinculado con la incontinencia fue la histerectomía. De manera importante, como se describe en el capítulo 23 (pág. 607), la incidencia de incontinencia se correlaciona con el envejecimiento por sí mismo.
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Además de la incontinencia, la tasa de prolapso de los órganos pélvicos aumenta con la edad. Es importante señalar que la relajación vaginal con cistocele, rectocele y prolapso uterino no es consecuencia directa de la falta de estrógenos, puesto que los factores que contribuyen a la relajación del piso pélvico son numerosos (cap. 24, pág. 633).