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Durante las últimas décadas la frecuencia y variedad de infecciones micóticas invasivas se han incrementado en forma importante. Esta tendencia se atribuye al aumento en la población de pacientes severamente enfermos o inmunocomprometidos, al uso cada vez más frecuente de procedimientos médicos invasivos, al tratamiento con esteroides o antibióticos de amplio espectro, a estancias intrahospitalarias prolongadas, a la mayor sobrevida de los pacientes prematuros, etcétera.
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Ante tal incremento de infecciones fúngicas, la respuesta de la industria farmacéutica ha sido la generación de nuevos agentes antimicóticos con una potente actividad, menor toxicidad y mejores perfiles farmacológicos. Estos esfuerzos culminaron con el advenimiento de mejores formulaciones de anfotericina B (lipídica, liposomal y de dispersión coloidal), recientes triazoles y una nueva familia de antimicóticos denominada equinocandinas. Con esta proliferación de compuestos se tienen en la actualidad numerosas opciones terapéuticas, por lo que los clínicos pueden seleccionar el medicamento que dé la mejor respuesta en determinado caso. Sin embargo, el número creciente de reportes sobre el desarrollo de resistencia a uno o varios compuestos hace que esta decisión sea más difícil.
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La expansión de compuestos antimicóticos fue un factor decisivo que creó la necesidad de desarrollar pruebas de susceptibilidad in vitro, estandarizadas y clínicamente relevantes, a fin de ser utilizadas como guías en las decisiones terapéuticas, así como para evaluar la actividad antifúngica en las diferentes fases del desarrollo de nuevos medicamentos por parte de las compañías farmacéuticas. Asimismo, se orienta su uso en estudios de vigilancia epidemiológica, en los cuales es indispensable contar con procedimientos reproducibles que permitan la detección de resistencia en microorganismos inicialmente susceptibles.
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En 1982, el National Committee for Clinical Laboratory Standards (NCCLS), ahora conocido como Clinical and Laboratory Standards Institute (CLSI), conformó un subcomité que se encargó de evaluar la práctica común de las pruebas de susceptibilidad con antimicóticos en los hospitales de Estados Unidos. Los resultados obtenidos de esa investigación demostraron la pobre precisión interlaboratorio de las pruebas de susceptibilidad practicadas en esa época, hecho que se atribuyó a la definición insuficiente de cada uno de los parámetros de las pruebas en el momento de llevarlas a cabo. Sin embargo, quedó claro que el mejoramiento en la estandarización de las mismas era necesario antes de que sus resultados se aplicaran a situaciones clínicas.
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La capacidad para calcular una concentración mínima inhibitoria (CMI) es de poco valor sin la habilidad correspondiente para interpretar su significado clínico. La limitación de estos estudios de laboratorio radica en que son altamente artificiales, de tal manera que algunas veces sólo puede lograrse una correlación modesta entre las pruebas de susceptibilidad in vitro y la respuesta a la infección clínica. La predicción de la evolución clínica es un asunto en extremo difícil, donde la CMI es sólo un factor que participa junto con otros y que depende de tres condiciones: el medicamento, el huésped y el agente etiológico.
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