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La apoplejía en general puede definirse como cualquier enfermedad o proceso que interrumpe el flujo sanguíneo al cerebro. La lesión está relacionada con la falta de oxígeno y los sustratos de glucosa necesarios para la producción de fosfato de alta energía y la presencia de mediadores secundarios de lesión celular. Los factores subsecuentes, como el edema y el efecto de tumoración pueden exacerbar la lesión inicial.
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Para comprender el diagnóstico y tratamiento de la apoplejía se debe comenzar con conocer la irrigación y la neuroanatomía del cerebro.
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La vascularización arterial del cerebro se ilustra en las figuras 161-1 y 161-2. La irrigación se divide en circulación anterior y posterior. Los hallazgos clínicos en la apoplejía están determinados por la localización de la lesión, pero el grado de circulación colateral puede hacer que los síntomas clínicos específicos varíen, así como su intensidad.
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La apoplejía se clasifica de acuerdo con dos mecanismos principales: isquemia y hemorragia. Las apoplejías isquémicas, que son el 87% de todas las apoplejías, se dividen según la causa en trombótica, embólica o por hipoperfusión. Las hemorrágicas se subdividen en intracerebrales (que son el 10% de todas las apoplejías) y hemorragia subaracnoidea no traumática (equivalente al 3% de todas las apoplejías)1 (cuadro 161-2). La vía final común para todos estos mecanismos es la alteración de la perfusión neuronal normal. Las neuronas son en extremo sensibles a cambios en el flujo sanguíneo cerebral y mueren pocos minutos después de que cesa la perfusión. Este hecho se pone de manifiesto en la importancia que se da en la actualidad a las estrategias de perfusión rápida.
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