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Las características principales que distinguen a las procariotas son su tamaño relativamente pequeño, casi siempre del orden de 1 μm de diámetro y la ausencia de una membrana nuclear. El DNA de casi todas las bacterias es circular con una longitud aproximada de 1 mm, que constituye el cromosoma bacteriano. La mayor parte de las células procariotas tiene un solo cromosoma. El DNA cromosómico se debe doblar más de 1 000 veces para acomodarse dentro de la membrana celular procariótica. Hay muchos datos que sugieren que quizá estos dobleces se realizan en forma ordenada, con lo que acercan ciertas regiones del DNA. La región especializada de la célula que contiene al DNA se denomina nucleoide y se puede observar con un microscopio electrónico o un microscopio de luz después de someter a la célula a un tratamiento especial para hacerlo visible. Por lo tanto, sería un error concluir que la diferenciación subcelular, delimitada en forma clara por membranas en las eucariotas, no existe en las procariotas. De hecho, las procariotas en algunos casos forman estructuras subcelulares unidas a membranas con funciones especializadas, como los cromatóforos de las bacterias fotosintéticas (capítulo 2).
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Diversidad procariótica
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El tamaño pequeño del cromosoma procariótico limita la cantidad de información genética que puede contener. La información más reciente basada en las secuencias del genoma indica que el número de genes dentro de una célula procariota varía de 468 en Mycoplasma genitalium a 7 825 en Streptomyces coelicolor y que muchos de estos genes tienen que dedicarse a funciones esenciales, como generación de energía, síntesis de macromoléculas y replicación celular. Las procariotas poseen relativamente pocos genes que permiten la adaptación fisiológica del microorganismo a su ambiente. La variedad de ambientes procarióticos potenciales es increíblemente amplia, por lo que las procariotas comprenden una categoría heterogénea de microorganismos especializados, cada uno adaptado a un entorno circunscrito bastante reducido.
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Se puede apreciar la variedad de ambientes procarióticos si se piensa en las estrategias utilizadas para generar energía metabólica. La principal fuente de energía para la vida es la luz solar. Algunas procariotas, como las bacterias púrpuras, convierten la energía lumínica en energía metabólica sin producción de oxígeno. Otras, como las bacterias verde-azules (cianobacterias) producen oxígeno que proporciona energía a través de la respiración en ausencia de luz. Los microorganismos aerobios dependen de la respiración en presencia de oxígeno para obtener energía. Algunos microorganismos anaerobios utilizan aceptores de electrones distintos del oxígeno en la respiración. Muchos anaerobios llevan a cabo fermentaciones, de donde obtienen la energía mediante la reorientación metabólica de los sustratos químicos para el crecimiento. La gran variedad química de sustratos potenciales para el crecimiento tanto aerobio como anaerobio se refleja en la diversidad de los procariotas que se han adaptado a su aprovechamiento.
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Comunidades procarióticas
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Una estrategia útil de supervivencia para los microorganismos especializados es pertenecer a consorcios, organizaciones en las que las características fisiológicas de los diferentes organismos contribuyen a la supervivencia del grupo en su conjunto. Si los microorganismos dentro de una comunidad interrelacionada desde el punto de vista físico se derivan directamente de una sola célula, la comunidad es un clon que puede contener hasta 108 células. La biología de esta comunidad difiere mucho de la de una sola célula. Por ejemplo, el gran número de células prácticamente asegura que en el clon existe cuando menos una célula que posee una variante de cualquier gen en el cromosoma. Por lo tanto, la variabilidad genética (la fuente del proceso evolutivo llamado selección natural) se encuentra asegurada en el interior de un clon. También es probable que el alto número de células dentro de los clones ofrezca protección fisiológica cuando menos a algunos integrantes del grupo. Por ejemplo, los polisacáridos extracelulares confieren protección contra algunos elementos potencialmente letales, como los antibióticos o iones de metales pesados. La gran cantidad de polisacáridos producidos por el gran número de células dentro de un clon permite que las células que están en el interior sobrevivan al contacto con un elemento letal a una concentración que aniquilaría a células individuales.
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Muchas bacterias utilizan un mecanismo de comunicación intercelular llamado quórum sensing o sensor de quórum que regula la transcripción de los genes que participan en diversos procesos fisiológicos, como bioluminiscencia, transferencia de plásmidos conjugativos y producción de los factores determinantes de virulencia. La percepción del quórum depende de la producción de una o más moléculas de señalización difusibles (p. ej., lactona acetilada de hemosiderina [AHL], denominadas autoinductores o feromonas que permiten que las bacterias vigilen su propia densidad poblacional (figura 1-4). Las actividades de cooperación que conducen a la formación de una bioplaca son controladas por la percepción del quórum. Es un ejemplo de conducta multicelular en procariotas.
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Una característica que distingue a las procariotas es su capacidad de intercambio de pequeños paquetes de información genética. Esta información es llevada en los plásmidos, elementos genéticos pequeños y especializados que se pueden multiplicar en el interior de cuando menos una línea celular procariótica. En algunos casos, los plásmidos se transfieren de una célula a otra y, por lo tanto, llevan consigo grupos de información genética especializada a través de una población. Algunos plásmidos exhiben un espectro amplio de hospedadores que les permite transmitir grupos de genes a distintos microorganismos. Algunos que despiertan preocupación particular son los plásmidos de resistencia farmacológica, que inducen resistencia bacteriana al tratamiento con antimicrobianos.
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La estrategia de supervivencia de una sola línea celular procariótica conduce a una variedad de interacciones con otros microorganismos. Éstas comprenden relaciones simbióticas que llevan a complejos intercambios nutricionales entre los microorganismos dentro del intestino humano. Estos intercambios benefician tanto a los microorganismos como a sus hospedadores humanos. Algunas veces las interacciones parasitarias son nocivas para el hospedador. La simbiosis o el parasitismo avanzado provocan la pérdida de ciertas funciones que no permiten el crecimiento del simbionte o parásito independientemente de su hospedador.
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Por ejemplo, los micoplasmas son parásitos procariotas, que han perdido la capacidad de sintetizar una pared celular. La adaptación de estos microorganismos a su ambiente parasitario ha tenido como resultado la incorporación de una cantidad importante de colesterol en sus membranas celulares. El colesterol, que no se observa en otras procariotas, es asimilado del ambiente metabólico del hospedador. La pérdida de la función también se ejemplifica con los parásitos intracelulares obligados, las clamidias y las rickettsias. Estas bacterias son muy pequeñas (0.2 a 0.5 μm de diámetro) y dependen de una célula hospedadora que les suministra metabolitos esenciales y coenzimas. Esta pérdida de la función se refleja por la presencia de un cromosoma más pequeño con muy pocos genes (cuadro 7-1).
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Los mejores ejemplos de simbiontes bacterianos son los cloroplastos y las mitocondrias, que son los organelos especializados en la producción de energía de las eucariotas. Numerosos datos indican que los antecesores de estos organelos eran endosimbiontes, es decir, procariotas que establecieron simbiosis dentro de la membrana celular de un hospedador eucariótico ancestral. La presencia de múltiples copias de los organelos quizá contribuyó al tamaño relativamente grande de las células eucarióticas y a su potencial de especialización, rasgo que finalmente se ha reflejado en la evolución de los microorganismos multicelulares diferenciados.
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Clasificación de las procariotas
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Para comprender cualquier grupo de microorganismos, es necesario hacer una clasificación. Un buen sistema de clasificación permite al científico elegir las características con las que se puede catalogar con rapidez y exactitud cualquier microorganismo nuevo. La categorización permite pronosticar muchos rasgos adicionales que comparten otros integrantes de la misma categoría. En el ámbito hospitalario, la clasificación correcta de un microorganismo patógeno ofrece la vía más directa para eliminarlo. Asimismo, la clasificación permite comprender mejor las relaciones entre diferentes microorganismos y esta información tiene un gran valor práctico. Por ejemplo, un microorganismo patógeno se podrá eliminar por un tiempo relativamente largo si su hábitat es ocupado por una variedad no patógena.
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En el capítulo 3 se describen los principios de la clasificación procariótica. Para empezar, es importante reconocer que cualquier característica procariótica puede servir como criterio potencial de clasificación. Sin embargo, no todos los criterios son tan efectivos para agrupar microorganismos. Por ejemplo, que contenga DNA constituye un criterio inútil para distinguir los microorganismos puesto que todas las células lo contienen. La presencia de un plásmido con un espectro amplio de hospedadores no es un criterio útil porque estos plásmidos existen en distintos hospedadores y no es necesario que existan todo el tiempo. Los criterios útiles pueden ser estructurales, fisiológicos, bioquímicos o genéticos. Las esporas, estructuras celulares especializadas que permiten la supervivencia en ambientes extremos, son criterios estructurales útiles para la clasificación porque solo subgrupos bien clasificados de bacterias forman esporas. Algunos grupos de bacterias se pueden subdividir con base en su potencial para fermentar ciertos carbohidratos. Estos criterios son poco efectivos cuando se aplican a otros grupos bacterianos que carecen de potencial de fermentación. Existe una prueba bioquímica, la tinción de Gram, que constituye un criterio efectivo de clasificación porque la respuesta a la tinción refleja diferencias fundamentales y complejas en la superficie celular bacteriana que dividen a la mayor parte de las bacterias en dos grupos principales.
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Los criterios genéticos cada vez se utilizan más en la clasificación bacteriana y muchos de estos adelantos han sido posibles gracias al desarrollo de tecnologías basadas en DNA. En la actualidad es posible diseñar sondas de DNA o realizar análisis de amplificación del DNA (p. ej., reacción en cadena de la polimerasa [PCR, polymerase chain reaction]) que identifican con rapidez microorganismos que poseen regiones genéticas específicas con un linaje común. Al comparar las secuencias del DNA de algunos genes se pudieron conocer las relaciones filogenéticas entre las procariotas. Es posible encontrar los linajes celulares ancestrales y agrupar a los microorganismos con base en sus afinidades evolutivas. Estas investigaciones condujeron a conclusiones sorprendentes. Por ejemplo, la comparación de las secuencias del citocromo c sugiere que todos los organismos eucariotas, incluidos los seres humanos, se originaron a partir de uno de tres grupos de bacterias fotosintéticas púrpuras. Esta conclusión explica en parte el origen evolutivo de las eucariotas, pero no tiene en cuenta por completo la opinión generalizada de que la célula eucariótica se derivó de la fusión evolutiva de distintas líneas celulares procarióticas.
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Bacterias y arqueobacterias: subdivisiones principales dentro de las procariotas
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Un logro importante en la filogenia molecular ha sido demostrar que las procariotas pertenecen a uno de dos grupos principales. La mayor parte de las investigaciones se ha orientado hacia un grupo, las bacterias. El otro grupo, las arqueobacterias, ha recibido menos atención hasta hace poco, en parte a causa de que muchos de sus representantes son difíciles de estudiar en el laboratorio. Por ejemplo, algunas arqueobacterias mueren al contacto con el oxígeno y otras crecen a una temperatura que excede la del agua en ebullición. Antes de contar con datos moleculares, los principales subgrupos de arqueobacterias parecían diferentes. Las metanógenas llevan a cabo una respiración anaerobia que genera metano; las halófilas necesitan una concentración muy alta de sal para crecer; y las termoacidófilas necesitan una temperatura alta y gran acidez. Ahora se sabe que estas procariotas comparten rasgos bioquímicos como la pared celular o los componentes de la membrana que las colocan en un grupo completamente aparte del de los demás microorganismos vivos. Un rasgo intrigante que comparten las arqueobacterias y eucariotas es la presencia de intrones en el interior de los genes. No se ha establecido la función de los intrones (segmentos de DNA que interrumpen al DNA codificante dentro de los genes). Lo que se sabe es que los intrones representan una característica fundamental que comparte el DNA de las arqueobacterias y eucariotas. Este rasgo común ha originado la hipótesis de que, al igual que las mitocondrias y cloroplastos parecen ser derivados evolutivos de las bacterias, el núcleo eucariótico se originó a partir de una arqueobacteria antecesora.