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Como toda especie heterótrofa, el ser humano se alimenta de otros organismos, sus partes o sus secreciones, en los que encuentra los compuestos orgánicos y muchos de los inorgánicos de cuya disociación obtiene los nutrimentos que necesita. Esos organismos, sus partes o sus secreciones son los alimentos. Con el objeto de evitar confusiones, en adelante sólo se usará alimento en este contexto y no en el sentido popular de guiso, producto procesado, toma (desayuno, comida, cena, etcétera) o cualquier cosa que alimente.
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Todos los seres vivientes contienen, por lo menos alguno —y a menudo muchos más que uno—, de los nutrientes que el ser humano necesita. En principio, por tanto, cualquier organismo podría servir como alimento. El universo potencial de alimentos estaría formado por todas las especies que se catalogaron y clasificaron, y que son cerca de dos millones; no obstante, las especies que comúnmente se utilizan en la alimentación no suman más de unas cuantas decenas o de unos cuantos cientos si se agregan las que se llegan a consumir en algunas regiones a lo ancho del mundo, así como alimentos arcaicos de los que se tiene noticia. Aunque no habría por qué esperar que se emplearan como alimento todas o una importante proporción de las especies ya clasificadas, la disparidad entre dos millones de ellas como potencial y apenas unos cientos como realidad es gigantesca y llama la atención. Por lo pronto queda claro que el mero hecho de contener nutrimentos, que lleva a pensar en un universo potencial tan amplio, no basta para que una especie llegue a ser alimento humano.
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Para entender esa disparidad es necesario considerar que no todas las especies son comestibles, ni todas se prestan, por varias razones, al uso alimentario, amén de que en los distintos entornos ecológicos en que habita el ser humano prosperan diferentes especies, pero no la totalidad de ellas. Más aún, hay razones para suponer que la dieta actual del ser humano se concentra en el empleo de menos especies que la dieta previa al establecimiento de la agricultura.
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El análisis de las características que comparten las especies que emplea en su alimentación el ser humano hoy en día indica que, para que una especie alcance el rango de alimento, debe reunir las siguientes cualidades:
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Tener una composición ventajosa.
Ser razonablemente inocua.
Ser accesible por su abundancia y prestarse por su naturaleza al uso alimentario.
Ser atractiva a los sentidos.
Haber sido seleccionada por alguna cultura para servir en la alimentación.
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Recuerde como premisa fundamental que el universo potencial es enorme y que, al elegir sus alimentos, el hombre tuvo numerosas alternativas, es decir, mucho de donde escoger para lograr las mayores ventajas prácticas.
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Es entonces natural que se elijan las especies que, en comparación, tengan mayores concentraciones de nutrimentos biodisponibles, ya que ello reduce el esfuerzo que representa obtenerlas. La biodisponibilidad de los nutrientes, es decir, las posibilidades de que se liberen y se absorban es crucial, ya que de otra forma de nada serviría su presencia; por ejemplo, una especie rica en celulosa contiene mucha glucosa, pues la celulosa está formada por esta sustancia, pero como el tubo digestivo humano no secreta celulasas toda o casi toda esa glucosa se excreta sin ser absorbida.
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Además de nutrimentos, en cualquier organismo hay muchas otras sustancias, algunas de las cuales pueden ser perjudiciales. Es un hecho bien aceptado que la toxicidad de una sustancia depende de la dosis y de que entre al organismo en su forma activa. Como es obvio que de un alimento se esperan beneficios y no daño, sólo se puede aceptar como tal el que ha probado ser inocuo. Así, sólo son comestibles las especies en las que las posibles sustancias perjudiciales se encuentran en una concentración tan pequeña que resulte improbable que se alcance la dosis tóxica, o bien las especies sujetas a algún tratamiento culinario que inactive o elimine el posible tóxico. Por ejemplo, la yuca puede contener cianuros, pero al cocerla éstos se evaporan; muchas leguminosas o el huevo de gallina contienen sustancias indeseables que también se inactivan durante la cocción. La inocuidad razonable que se exige a todo alimento debe verse en relación con las cantidades y formas de consumo habituales en la práctica.
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Para desempeñar una función relevante en la alimentación humana, una especie debe ser accesible, ya que si no lo es sobran otras cualidades. La accesibilidad de un alimento depende de su abundancia, que a menudo difiere de una región a otra. Hoy en día los tres principales alimentos de la humanidad son el arroz, el trigo y el maíz, cuya disponibilidad suma al año más de mil millones de toneladas métricas, de manera que una especie de la que apenas se contara con unas cuantas toneladas por año tendría que ser soslayada. En la vida moderna la mayoría de la población no produce alimentos y tiene que adquirirlos, por lo que el precio y sobre todo el precio en relación con lo que aporta, se ha vuelto crucial, en particular en vista de que la mayoría de los seres humanos no goza de holgura económica; una especie costosa tiene un porvenir más limitado como alimento. Con muy pocas excepciones, las especies que el hombre emplea como alimentos son pluricelulares y susceptibles de producirse en gran escala en un espacio reducido; una especie unicelular que ni siquiera es visible y cuya recolección exija procedimientos complicados no se presta bien a servir como alimento, en especial en términos comparativos. Al surgir la agricultura se inició un proceso implacable de selección en favor de las especies más domesticables y que ofrecieran un mayor rendimiento con menor esfuerzo; los alimentos de hoy son los que se seleccionaron en ese proceso.
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En la conformación de su dieta, el ser humano concede gran importancia a las propiedades sensoriales de los alimentos (sabor, aroma, color, textura, temperatura) y elije los que le son más atractivos. Frente a tantas alternativas entre las cuales escoger, sería absurdo que prefiriera los alimentos desagradables, lo que convierte al atractivo sensorial en un elemento fundamental para que una especie se considere alimento. Puesto que en la actualidad muchos alimentos se procesan lo que importa son las cualidades sensoriales del alimento tal como se ingiere. El atractivo sensorial es en gran medida subjetivo, puesto que implica un juicio de valor sobre lo que los sentidos perciben, pero incluye también un componente orgánico independiente de lo psicológico. Todo indica que la evolución seleccionó los gustos que mejor orientan a cada especie a preferir los alimentos que le convienen. La sensibilidad a los sabores tiene en el ser humano una gran variabilidad genética que tal vez explique en parte los diferentes estilos culinarios existentes en el mundo, pero en todos los casos existe clara preferencia por lo dulce, lo salado, lo ácido y por los lípidos, rasgos que inclinan a obtener fuentes de glucosa, sodio, vitamina C y triglicéridos que hasta hace poco eran relativamente escasos; en contraste, hay cierto rechazo por lo amargo, sabor que muchas veces se relaciona con compuestos dañinos. Por supuesto, sobre estas bases fisiológicas se agregan gustos que se aprenden en el ejercicio de hábitos y reglas sociales.
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La cultura (conducta y valores particulares de una colectividad) se conforma a través de la historia, con base en las experiencias vividas por el grupo, pero también se fundamenta en símbolos, maneras de ver la vida y el mundo y caprichos; la cultura genera actitudes y valores colectivos y reglas de comportamiento social, unas restrictivas y otras en sentido positivo. Aunque un individuo puede desafiar estas reglas, la mayoría de las personas no lo hace por temor a la condena social o porque está de acuerdo con ellas y le concede valor como sustento de la convivencia del grupo y hasta como el rasgo que da a ese grupo una personalidad propia. Parte central de la cultura es la forma de comer, el número de comidas en el día, los horarios, los estilos culinarios, los alimentos que se prefieren, los símbolos religiosos, rituales o socioeconómicos que se asignan a cada alimento, etcétera. Alimentos que tienen un valor casi sagrado para una sociedad no se aceptan siquiera en otras sociedades. Así, cada cultura decide cuáles especies pueden considerarse alimento y cuáles no, y qué jerarquía y significado tendrán en la alimentación. Pese al carácter caprichoso y circunstancial de esta selección cultural, lo cierto es que es contundente y determina lo que se considera alimento.
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Se define alimentos como los órganos, tejidos y secreciones de otros organismos que contengan concentraciones apreciables de uno o más nutrimentos biodisponibles, cuya ingestión sea inocua en condiciones normales, que por su naturaleza, disponibilidad y precio sean accesibles, que sensorialmente sean atractivos y que la cultura haya seleccionado para tal función. La palabra comestible que se emplea párrafos atrás se refiere, en conjunto, a la inocuidad, facilidad de obtención, atractivo sensorial y aprobación cultural.
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La mayor parte de los alimentos que emplea en la actualidad el ser humano proviene de la agricultura, la cual existe desde hace apenas unos 10 mil años. Sin embargo, la especie humana tiene por lo menos uno a dos millones de años de antigüedad y sus antepasados varias decenas de millones de años. Pese a la natural incertidumbre al remontarse a un pasado tan remoto, existen bases para proponer cómo evolucionó la alimentación humana.
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De manera breve, la alimentación de los antepasados del ser humano debió ser la misma que tuvieron todos los primates durante los últimos 30 millones de años, es decir, un régimen herbifrugívoro obligado, el cual se basa en tejidos vegetales frescos que son la fuente de vitamina C que no puede sintetizar, con la inclusión muy ocasional de huevos de aves y semillas secas. Hace seis o siete millones de años estos antepasados del hombre comenzaron a aventurarse en los llanos sin abandonar los bosques, y a incluir en su dieta con más frecuencia raíces y restos de animales en pequeña cantidad.
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Quizá, en el último millón de años el pescado pasó a ocupar un lugar de cierta importancia en la dieta, aunque secundario al lugar de los tejidos vegetales frescos. Hace alrededor de 100 mil años los bosques se retrajeron y las sabanas que ofrecían abundantes semillas secas de gramíneas se extendieron; en esa época la especie humana logró dominar el fuego y esto hizo posible emplear esas semillas que, crudas, son duras, de sabor desagradable e indigestas, pero que al cocerse se vuelven blandas, agradables y digeribles con facilidad. El creciente interés por las semillas llevó al hombre a dominar el ciclo reproductivo de las gramíneas y a establecer la agricultura que implicó una profunda revolución alimentaria e hizo posible la civilización.
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La dieta herbifrugívora (hojas, tallos, flores, frutos, raíces y semillas frescas) de la progenie, vigente durante 30 millones de años, contiene los nutrimentos necesarios y en las proporciones adecuadas, pero es tan diluida que exige ingerir un gran volumen (15 a 20 kg de tejidos vegetales por día), lo que obligaba al consumo continuo durante las horas de vigilia; las pequeñas adiciones de tejidos animales o huevo poco la modificaron. En cambio, al establecerse la agricultura las semillas ocuparon parte del lugar de los tejidos vegetales frescos como base de la dieta y, debido a que la densidad energética y de nutrimentos de las semillas es mucho mayor, la ingestión de alimentos se volvió intermitente (dos, tres o cuatro tomas por día) en vez de continua. Por supuesto, los tejidos vegetales frescos (frutas y verduras en el lenguaje actual) siguieron presentes en la dieta, ya que en su conjunto son indispensables por ser la única fuente de vitamina C y otros nutrientes. Además de los drásticos cambios referidos, en los últimos diez mil años se agregaron otros, como la inclusión frecuente de leche, huevo y tejidos animales (disponibles gracias a la ganadería que acompaña a la agricultura), de bebidas alcohólicas, de aceites y grasas separadas, de sal y de azúcar, entre otros, así como la eliminación de las fibras (refinación). Esos cambios y el desarrollo culinario ampliaron la palatabilidad de la dieta y por ello se conservaron y acentuaron. Es obvio que en lo general la fisiología humana los ha tolerado, pero observando con más cuidado, esa tolerancia es relativa y muy discutible a juzgar por el surgimiento de las enfermedades de la civilización que hoy ocupan un lugar destacado en el panorama epidemiológico y que son atribuibles, en buena medida, a los profundos cambios alimentarios que ocurrieron en los últimos 10 milenios después de decenas de millones de años de adaptación metabólica a una alimentación distinta.
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La ingestión de pocas tomas, cada vez más concentradas, representa una carga metabólica que unos toleran, pero otros no. La abrupta respuesta insulínica a estas cargas favorece la lipogénesis, la aterogénesis y la retención de sodio, y puede, poco a poco, fatigar un páncreas que fuera genéticamente menos capaz. La alta densidad energética hace difícil controlar con precisión la ingestión y las grasas no son buena señal para la saciedad, por lo que se facilita la obesidad. La eliminación de fibras retrasa la saciedad y favorece el consumo excesivo, hace más brusca la absorción de nutrimentos y trastorna el funcionamiento normal del tubo digestivo. Los gustos que ayudaron al hombre a sobrevivir en un ambiente de relativa escasez durante millones de años se vuelven peligrosos ante un ambiente de abundancia como el logrado por la agricultura y por técnicas que lograron aislar sal, azúcar y grasas, y hacerlos muy disponibles. El cambio de los últimos milenios modificó las proporciones de los nutrimentos y componentes de la dieta, al alterar algunos equilibrios, aumentar el consumo de sustancias de difícil manejo metabólico y disminuir la ingestión de numerosos componentes de los tejidos vegetales frescos que hoy tal vez se han vuelto insuficientes.
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En el cuadro 64-7 se presenta un panorama general de los principales alimentos que conforman la dieta actual del ser humano clasificados por su origen natural.
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Con pocas excepciones, la mayoría de los seres humanos basa su alimentación en las semillas maduras de ciertas gramíneas que, por su importante papel en el inicio de la agricultura y en el volumen de producción actual, reciben el nombre de cereales en recuerdo de Ceres, diosa griega de la agricultura. Los cereales que más se emplean en la alimentación humana son el arroz, el trigo, el maíz, la avena, el centeno, el sorgo, la cebada y el mijo, de los que los tres primeros son los más difundidos. En general, los cereales constituyen la principal fuente de energía, de proteína y de muchas de las vitaminas y iones inorgánicos en la dieta humana actual.
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De la amplia familia de las leguminosas (unas 18 000 especies) se usan como alimento humano alrededor de 30, pero sólo seis tienen importancia mundial: el frijol común (Phaseolus), la lenteja, el garbanzo, el haba, la arveja y la soya. Estas semillas tienen un efecto complementario con los cereales y son fuente importante de proteínas, fibras, hierro y varias vitaminas. Las grandes civilizaciones de la antigüedad surgieron en torno a la domesticación de algún cereal y alguna leguminosa (el arroz y la soya en el sur y oriente de Asia, el trigo y la lenteja o el garbanzo en el área mediterránea, el maíz y el frijol común en Mesoamérica, etcétera).
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Los tejidos vegetales frescos, que fueron el centro de la alimentación humana hasta antes del establecimiento de la agricultura, perdieron ese lugar predominante, pero siguen siendo parte importante de la dieta en la que (como grupo) son indispensables por constituir la única fuente de vitamina C y ser fuentes apreciables de fibras solubles, ácido fólico, vitamina K y carotenos. Cuantitativamente las algas y los hongos son secundarios, pero en algunas regiones del mundo tienen importancia.
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Las semillas maduras de amarantáceas y quenopodiáceas tuvieron gran relevancia alimentaria en el continente americano hasta la época de la conquista y, aunque su consumo venía decayendo, hoy existe un interés renovado por ellas.
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De los alimentos de origen animal destaca la leche homóloga (de la misma especie, casi siempre la de la propia madre). Como mamífero, el ser humano depende de la leche materna durante el periodo que se conoce como lactancia. En esta etapa la leche constituye por sí misma toda la dieta de la cría, es elemento central de su sistema inmunológico y tiene un papel fundamental en su desarrollo neurológico como estímulo sensorial y eje de la comunicación inicial con su madre; por lo anterior, durante la lactancia la leche materna es indispensable. Transcurrido cierto tiempo —de cinco a seis meses— la leche materna deja de cumplir sus funciones de sustento único, defensa y estímulo y sobreviene el destete (suspensión de la lactancia) combinado o no con una fase de ablactación (sustitución gradual de la leche materna por la introducción de otros alimentos) que puede retrasar el destete a veces hasta después de los 12 meses.
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Una vez que llega el destete, ningún mamífero vuelve en forma natural a ingerir leche. En concordancia con ello, la producción de la enzima intestinal β-galactosidasa —necesaria para digerir la lactosa, disacárido que sólo existe en la leche— disminuye fisiológicamente y se produce incapacidad relativa para tolerar la leche, cuya magnitud se hereda genéticamente. Como verdadera excepción a la regla, hace unos 15 mil años algunos grupos humanos desarrollaron el pastoreo y dispusieron de leches heterólogas (de otras especies) que incorporaron en su dieta en la medida de su capacidad para digerir lactosa.
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Aunque se usan varias leches heterólogas (de cabra, burra, yegua, etc.), la de la vaca es por mucho la que más se emplea. En contraste con el papel vital y el carácter de insustituible que tiene la leche humana durante la lactancia, después del destete las leches heterólogas no representan sino un alimento más entre decenas que pueden conformar la dieta y, como todo alimento, son sustituibles. El consumo de leches heterólogas después del destete es muy heterogéneo, desde frecuente y abundante en algunas poblaciones, hasta esporádico y mínimo o nulo en otras; con seguridad esta heterogeneidad obedece a la combinación de disponibilidad regional y grado de actividad de β-galactosidasa, rasgo hereditario que en términos generales se traduce en baja tolerancia a la leche en la población oriental, mayor en la caucásica e intermedia entre los africanos y amerindios. Para quienes, por su tolerancia y posibilidad de acceso acostumbran la leche, este alimento cuenta con elevado prestigio y aceptación que se suman a la comodidad de su empleo y a su importante aporte de calcio.
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De los huevos el de gallina es el que más se consume, pero se utilizan también los de otras aves, reptiles, peces e invertebrados. El huevo de gallina es un alimento muy cómodo y apreciado que aporta proteínas, lípidos y varias vitaminas, pero del cual no debe abusarse por su alto contenido de colesterol.
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Entre los tejidos de animales se consumen el músculo y las vísceras de varios mamíferos (en particular de reses y cerdos), aves, reptiles, batracios, peces, moluscos y crustáceos. Cuentan con gran prestigio social —por su alto costo se les identifica con la prosperidad económica— y aprecio; sus principales aportes son de hierro hemínico (parte del grupo hem de la hemoglobina y la mioglobina) y zinc de fácil absorción. El hígado es en especial rico en hierro y en varias vitaminas, sobre todo la A y la B12.
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La ingestión de insectos —entomofagia— es conducta que para la cultura occidental resulta exótica y se le supone costumbre de hambrientos o, a veces, como recurso para el futuro. En el contexto mundial e histórico la entomofagia poco tiene de raro y de novedoso; se trata de una práctica general y muy antigua que la cultura occidental ha perdido. Mucho antes de que los primates fueran herbifrugívoros obligados eran insectívoros, y ese rasgo persiste en muchos pueblos. Aunque los insectos puedan repugnar a algunos, existe una amplia tradición culinaria que los prepara con tal refinamiento que pueden calificarse como verdaderas joyas gastronómicas y, contra lo supuesto, se trata de alimentos costosos y escasos que se consumen por placer y no por necesidad. En el mundo se comen unas 500 especies de insectos, y en México hay zonas en que se utilizan cerca de 300 especies.
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En resumen, el ser humano se alimenta de órganos, tejidos y secreciones de diferentes especies vegetales y animales que ha elegido de una amplia gama de posibilidades de acuerdo con consideraciones sensoriales, culturales, de inocuidad y de conveniencia práctica (disponibilidad, precio, recursos culinarios, etc.)
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Es claro entonces que los alimentos son entes naturales, ya que se trata de elementos de la biosfera que cumplen con ciertas funciones primordiales que no son las de servir como alimento; así, las hojas son órganos respiratorios y fotosintéticos de las plantas, los músculos tienen funciones de contracción y las semillas, las flores, los frutos y los huevos cumplen funciones de reproducción. En los casos de la leche y la miel de abeja la función primordial es justamente servir como alimentos. Independientemente de cuál sea su función primordial, esos órganos y secreciones se vuelven alimentos si se les emplea con ese fin. En consecuencia los alimentos se definen por el uso, el cual depende de las circunstancias; así, la mayoría de los alimentos no lo son por esencia sino por accidente, aun cuando el mismo llegue a convertirse en costumbre.
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El carácter circunstancial de los alimentos se ilustra muy bien en la existencia de diferencias alimentarias —a veces abismales— entre distintas culturas; lo que para una cultura es alimento para otra puede no serlo, y lo que para unos es alimento básico y hasta sagrado, para otros es meramente accesorio. Que hay mucho de accidente en el concepto de alimento queda también ilustrado en que un gran número de posibles alimentos no se emplean como tales; la gama de posibilidades es mucho más amplia que el arsenal alimentario actual de la humanidad.
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Dado que se trata de entes naturales con funciones específicas, por lo general no alimentarias, cada alimento tiene las características que corresponden con su papel primario en la naturaleza y no las características de su función accidental como alimento. No hay, por tanto, un modelo de composición para jerarquizarlos; en otras palabras, no es procedente calificar a los alimentos como buenos o malos según su composición, puesto que simplemente son distintos.
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Cada día varios, de entre muchos alimentos, se suman para constituir la dieta. Como la gama de la que se elige es tan amplia, y como muchos alimentos se parecen mucho entre sí al grado que se pueden formar grupos, es claro que ningún alimento es indispensable, todos pueden sustituirse con mayor o menor facilidad. No es posible tampoco calificar a los alimentos como benéficos o perjudiciales por sí mismos, ya que ello depende de la dieta a la que, en todo caso, corresponderían tales calificativos.
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Ningún alimento es completo, ni es necesario ni conveniente que lo sea. Cada uno aporta ciertos componentes y carece de otros, pero las deficiencias se cancelan mutuamente con la combinación de distintos alimentos en la dieta. Si existiera un alimento completo la dieta podría reducirse a dicho alimento, perdiéndose entonces la diversidad que, por motivos psicoemocionales y de inocuidad, y por el peligro de hastío, no debe perderse.
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Por otra parte todo alimento nutre, es casi inevitable que lo haga, por lo que afirmaciones como alimento no nutritivo carecen de sentido.
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Conviene analizar un término que se usa con frecuencia, pero con significados diversos que no se hacen explícitos: el término valor nutritivo (de un alimento); la mayoría de las veces se usa como sinónimo de composición química del alimento o de alguno de los aspectos de dicha composición que, si bien son importantes, también son muy limitados.
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Por definición todo alimento aporta nutrimentos y tiene un cierto valor para la nutrición. Sin embargo, también aporta satisfacciones de importancia psicoemocional y sociocultural, de manera que el valor de los alimentos para la nutrición es biopsicosocial, como biopsicosocial es la nutrición entendida en su más amplio significado. Por lo anterior, se propone el siguiente esquema conceptual que puede ser útil en tanto el término no se defina con precisión.
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El valor de un alimento para la nutrición —valor nutritivo— es la suma e integración simbólicas de tres componentes inseparables:
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De ellos, sólo el primero es en potencia cuantificable, puesto que los otros dos son cualitativos y subjetivos. Es claro entonces que el valor nutritivo de un alimento no se puede expresar numéricamente y que depende no sólo del alimento mismo, sino de quien lo come y sus circunstancias emocionales y culturales.
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El propio valor químico de un alimento, que en principio es cuantificable y pareciera ser algo propio del alimento, tiene en realidad dos componentes:
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La composición de un alimento puede medirse, aunque hasta ahora sin la precisión y plenitud deseables (pues puede llegar a tener unos 100 nutrimentos diferentes) o puede estimarse a partir de tablas. La cantidad que se consume del alimento también puede medirse, pero sólo a posteriori, y en una persona y momento dados, ya que es una variable personal, temporal y circunstancial y carece de sentido por sí misma si no se considera la dieta en su totalidad. Un alimento puede no ingerirse siquiera o ingerirse en muy diferentes cantidades y, de ello y de su composición, dependerá su aporte en cada circunstancia; así la composición por sí sola puede resultar engañosa, como ocurre por ejemplo con las semillas de los cereales que contienen cantidades aparentemente modestas de hierro y proteínas, pero se consumen en tal cantidad que se convierten en las fuentes principales de hierro y proteínas en la mayoría de las dietas humanas.
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En resumen, todo alimento tiene cierto valor nutritivo que depende, sólo en parte, del alimento mismo; este valor tiene un componente químico, un componente sensorial y un componente sociocultural, y sólo se conoce a posteriori para cada persona, cada día y cada circunstancia, de tal suerte que no es correcto llamar valor nutritivo a la composición del alimento ni mucho menos aspirar a establecerlo a priori.